Hace unos días se dieron a conocer los resultados financieros de Pemex para 2024, los cuales reflejan una pérdida de 30.6 mil millones de dólares (1.8% del PIB), considerando todas sus obligaciones: pago de intereses de la deuda, depreciación de activos, amortizaciones de capital e impuestos, así como pérdidas en operaciones financieras utilizadas para cubrir riesgos operativos. La cifra es alarmante, ya que, a pesar del persistente deterioro de la empresa, hace una década que no se reportaban pérdidas de esta magnitud. Ni siquiera en 2020, cuando la pandemia de Covid-19 y la volatilidad del tipo de cambio llevaron a la petrolera a perder el grado de inversión.
El problema de Pemex es estructural y se advierte en la profunda disparidad entre sus divisiones. Por un lado, Pemex Exploración y Producción (PEP) –responsable de la exploración y extracción de hidrocarburos–, opera con alta sensibilidad a los precios del petróleo y al nivel de producción de crudo, pero aún es capaz de generar utilidades y contribuir a los ingresos del sector público federal a través del régimen fiscal petrolero.
En el extremo opuesto se encuentra Pemex Transformación Industrial (PTRI), la división encargada de la refinación y comercialización de petrolíferos. Sus resultados no solo dependen de la volatilidad en los precios de las gasolinas y otros derivados, sino que están profundamente afectados por sus deficiencias operativas. Paradójicamente, mientras más crece su capacidad de producción, mayores son sus pérdidas, al punto de borrar cualquier ganancia de las demás ramas de la empresa (cuando las hay).
Las cifras de 2024 manifiestan esta dinámica. PEP reportó una pérdida neta de 1.8 mil millones de dólares, en gran parte por operaciones financieras con riesgo cambiario, impactadas por la depreciación del peso. Sin embargo, el verdadero problema está en PTRI, cuyas pérdidas netas ascendieron a 28.9 mil millones de dólares, explicando casi en su totalidad el saldo negativo de la empresa.
Estos resultados reavivan el debate sobre la viabilidad financiera de Pemex, incluso con el respaldo incondicional del gobierno federal. La actual administración de la empresa enfrenta un dilema: recibe una estrategia que mantiene altas inversiones en su segmento más ineficiente, impulsada más por razones políticas que económicas. A esto se suma la presión de su estructura de vencimientos de deuda y el creciente pasivo con proveedores.
Por ahora, el Gobierno ha optado por una estrategia de disciplina financiera para sostener su apoyo a Pemex. El plan de consolidación fiscal para 2024-2025 contempla que la petrolera debe generar un superávit financiero de 0.7 por ciento del PIB, una meta que no se le ha impuesto en al menos dos décadas. Esto significa que el respaldo gubernamental solo se materializará si la empresa es capaz de ajustarse a los objetivos fiscales del país.
El problema es que la principal herramienta para lograrlo es la reducción del gasto de capital, que es esencial para estabilizar la producción petrolera. Así, al exigirle a Pemex mejorar su balance financiero, se podría afectar indirectamente la recaudación del gobierno federal, pues menores inversiones en exploración y producción reducen la producción y ésta los ingresos petroleros.
Además, la deuda con proveedores sigue en aumento, lo que requerirá una intervención gubernamental rápida. Si no se normalizan estos pagos, los costos financieros para Pemex se incrementarán y la actividad económica en regiones como Tabasco, Campeche y Veracruz, que han crecido gracias a la inversión en infraestructura energética, podría verse severamente afectada.
Pemex sigue atrapado en una crisis estructural que combina ineficiencia operativa, alto endeudamiento y una estrategia financiera que busca sostenerlo sin resolver sus problemas de fondo. La expectativa de que la empresa genere un superávit financiero es ambiciosa y, si se logra a costa de reducir inversiones clave, podría traer costos para la producción petrolera y las finanzas públicas en el mediano plazo. En este contexto, el verdadero dilema no es solo si Pemex puede ser rentable, sino cuánto está dispuesto a seguir invirtiendo el país en una empresa que acumula riesgos de forma alarmante.