Trump llegó con la espada desenvainada y una fuerza inusual para querer partir el mar en dos: su país de un lado y el mundo del otro a través del Golfo de México. Todos son sus adversarios, excepto los suyos, es decir, los americanos, pero sobre todo quienes votaron por él.
Su discurso inaugural planteó la idea de una nueva América desde una plataforma de acciones inmediatas sin sustentos que ratifiquen que serán un éxito para ellos: ¿en qué beneficiaría a su nación si saca a los 11 millones de indocumentados que en la actualidad habitan territorio estadounidense? ¿Realmente acabará con el trasiego y consumo de drogas y con los cárteles al nombrarlos terroristas? ¿El mundo será más suyo si cambian el nombre al Golfo de México?
No hay estadísticas o pruebas que sustenten que los Estados Unidos serán un mejor país al actuar de esta forma. Más bien, estas acciones afectarán los derechos humanos de miles de personas; los narcotraficantes ajustarán sus estrategias y generarán entre sus países vecinos una animadversión más acentuada. No obstante, para sus acólitos significará, al menos en su ideario.
Enfundado en una escenografía pintada a mano por expertos coreógrafos, detalló desde el Capitolio los códigos de su poder sustentado en la raza blanca, ante una generación política demócrata que inquieta por su incapacidad rancia de penetrar a la gente y posicionarse como un verdadero partido socialdemócrata, progresista, renovador y auténtico.
The New York Times publicó las palabras que más mencionó en su primer discurso como presidente número 47: “American” la pronunció 21 veces; “Country”, 17; “United”, 8; “Dream”, 7; “Restore”, 5; y “Panamá”, 6. No obstante, fue contra México con quien más se ensañó al dedicarle cuatro de los peores dardos.
Contra su vecino del sur disparó hacia su frontera, a la cual podría enviar al Ejército. También hacia los migrantes ilegales, a quienes dejaría de este lado del Río Bravo, y que sin importar nacionalidades dejaría a la suerte en suelo mexicano, provocando un problema social de consideraciones insospechadas.
Además, abrió la guerra contra los cárteles mexicanos al considerarlos terroristas, lo cual incita a que realice operativos en materia de seguridad violando la soberanía de México.
Finalmente, sentenció que a partir del 1 de febrero impondrá aranceles del 25 por ciento, además de que Donald Trump ordenó una revisión completa del T-MEC y las causas de los déficits comerciales.
Lo que calificó como el inicio de “la era dorada” se producirá a expensas de doblegar a otros países. Inicia el fin del multilateralismo para dar inicio al proteccionismo y unilateralismo. Anunció su salida del Acuerdo de París, lo cual permite conocer su rechazo al calentamiento global como un peligro latente, incluso priorizar la producción de energías no renovables en su agenda económica. Pero también de la Organización Mundial de la Salud, tras vivir una de las peores pandemias que se han vivido en la historia de la humanidad.
Sus órdenes ejecutivas surtieron el golpe mediático esperado; además de arremeter contra minorías y sectores vulnerables como la comunidad LGTBIQ+ o aquellas organizaciones a favor del aborto, también se ocupó de otros países como Cuba, al que designó nuevamente como país promotor del terrorismo.
El conservadurismo que se avecina en Estados Unidos va de la mano de la sombra del expresidente número 25, William McKinley, quien declarara la guerra a España en 1898, a partir de un plan expansionista y el uso de la prensa como un brazo de gobierno y control.
La revolución interna que pretende Donald Trump traerá repercusiones internas y globales. Un hombre acostumbrado a violar legalidades y estar en juicios, se teme que ahora, con todo el poder a cuestas, use las instituciones que sustentan la democracia a contentillo.
Mientras tanto, el mundo se prepara para un mandatario tan inesperado como encapsulado en su visión del mundo que fluctúa entre el mesianismo y la mentalidad del conquistador.