Ante la idea de limitar o cancelar la elección de las personas juzgadoras –planteada aquí la semana pasada– a fin de generar confianza a la inversión y fortalecer capacidades para afrontar el desafío supuesto en la presidencia de Donald Trump, la jefa del Ejecutivo preguntó: ¿qué tienen que ver las peras con las manzanas?
Si por peras se entienden jueces y por manzanas falta de recursos y desplantes de Donald Trump, no se puede soslayar un hecho. La coyuntura –por no decir, emergencia– exige atemperar o suprimir aquellos factores o vectores, susceptibles de control, que provocan incertidumbre jurídica y política dentro y fuera del país. Y la elección de los impartidores de justicia constituye uno. De los otros, ya habrá oportunidad de abordarlos.
La insistencia en limitar o cancelar esos comicios tiene por único propósito poner sobre la mesa aquello que vulnera la posibilidad de estar en mejores condiciones para encarar la compleja circunstancia nacional. Llamar a la inversión, convocar a la unidad y elaborar una política de Estado ante una amenaza externa reclama identificar aquello que separa y allanar, hasta donde sea posible, las diferencias para conjuntar el esfuerzo y presentar un solo frente.
Reconocer la adversidad interna y externa obliga a ajustar planes, estrategias, prioridades y prácticas.
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Dicho en plata –en el más amplio sentido de plata–, el Plan México responde a un doble problema.
Ante la falta de recursos públicos, el gobierno precisa replantear la relación con el sector privado para atraer inversión, generar crecimiento, favorecer el desarrollo y cumplir con la política social, elevada a rango de derecho constitucional. Ante la política arancelaria con que amaga el sátrapa del norte requiere integrar un frente. Restablecer el vínculo con el sector privado atiende una necesidad; arrostrar la insolencia, una urgencia.
El plan no suena mal, pero implica resolver una ecuación, por no decir, contradicción. Elegir a las personas juzgadores atenta contra la necesidad de dar confianza a la inversión nacional y extranjera. El sello de la reforma judicial corresponde al de la incertidumbre jurídica y política. Podrán prometer empresarios y comerciantes que van a invertir sin garantías ni condiciones, pero hacerlo sin certeza de la suerte del recurso es un albur y ellos no juegan a eso. Corren riesgos, no peligros.
Dentro y fuera del país la elección de las personas impartidoras de justicia suscita incertidumbre. A título de ilustración, ahí está el comunicado del Laboratorio de Impacto sobre el Estado de Derecho de la Facultad de Derecho de Stanford, emitido apenas antier, manifestando preocupación por la decisión del Tribunal Electoral (de México) de violar una orden judicial y transferir las candidaturas del Poder Judicial a un poder político, como lo es el Legislativo. El antecedente de ese comunicado es el informe que, en mayo del año pasado, llevaron a cabo ese Laboratorio junto con la Barra de Abogados (de México) y el Diálogo Interamericano, donde concluyen que la reforma judicial entraña una amenaza a la independencia judicial, viola estándares internacionales y socava la democracia.
Ahí un botón de muestra de la incertidumbre que provoca la elección y que, en la actual circunstancia interna y externa, complica aún más la situación.
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Sin poner en duda la necesidad de reformar a fondo el Poder Judicial, la elección general de las personas juzgadoras no resuelve el problema del acceso a la justicia, si el objeto de aquella era ese. Incluso, lo agrava.
Como en otros proyectos lopezobradoristas, en este caso se detectó bien el problema, pero no se realizó el diagnóstico correcto y, por lo mismo, se torció el concepto, se maltrató la legislación y la implementación corresponde a un desastre. Vamos, ni siquiera se calcularon en serio los recursos necesarios para realizar la elección. De nuevo, la prisa sustituyó a la velocidad; la voluntad a la realidad.
Una semana sí y otra también, la organización de esos comicios tropieza. En el más reciente tropezón, los tres magistrados electorales –integrantes de una alianza de intereses– se erigieron en jueces y legisladores supremos de la nación y decidieron violar la Constitución, borrar la división de poderes, instruir al Senado, restar equidad a la contienda y, en el lance, ahondar el desprestigio del Tribunal Electoral que dominan. La política, sobra decirlo, ahora es una tómbola.
Es comprensible que, a finales de octubre pasado, cuando el ministro Juan Luis González Alcántara, propuso limitar la elección de impartidores de justicia a ministros de la Corte y magistrados electorales, la presidenta Claudia Sheinbaum no estaba en condición de sopesar esa opción. Recién llegada al poder, la mandataria resentía el peso del liderazgo de su antecesor y la presión de los cancerberos del proyecto original. Limitar o anular la elección era imposible.
Hoy, sin embargo, las condiciones son otras. A la jefa del Ejecutivo le urge generar confianza a la inversión y contener al bárbaro del norte, y aquella elección rema en contra de esa hazaña. ¿Cuál es la prioridad? ¿Realizar una elección destinada al fracaso o el fraude o crear condiciones y fortalecer capacidades para remontar la adversa circunstancia interna o externa?
En esa decisión, como se decía en el anterior Sobreaviso, el timing cuenta. El tic-tac de la decisión está a punto de agotarse. Ojalá se valore lo conveniente.
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Cierto, no hay que confundir peras con manzanas. Son diferentes en su forma, textura, variedad y sabor. Pero, también guardan semejanzas. Son frutas de árbol, pertenecen a la misma familia y son ricas en fibra y vitamina C. Algo tienen que ver. ¿Qué se quiere: peras o manzanas?