Una de las características más alarmantes del conflicto palestino-israelí siempre ha sido que lo impensable muchas veces termina materializándose, y que no hay idea, por terrible o absurda que parezca, que no acabe erigiéndose en una posibilidad real. Y es que durante décadas, sucesivas administraciones presidenciales en Washington han favorecido alguna versión de una solución de dos Estados para esa atormentada región. Pero, como apunta con agudeza uno de los principales expertos en la región, Jeffrey Feltman, lo que nadie imaginaba hasta ahora era que ese segundo Estado sería estadounidense, no palestino.
La semana pasada, en el contexto de la reunión que sostuvo con el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu (la primera que celebra con un mandatario extranjero y que dice mucho acerca de sus prioridades de política exterior), Donald Trump posteó en su cuenta de red social que Estados Unidos “tomará el control de la Franja de Gaza” y “seremos dueños de ella”, asegurando de paso, como si aún estuviese en el negocio de bienes raíces, que la convertiría “con los mejores desarrolladores del mundo en la Riviera de Medio Oriente”. Además, indicó que quienes residen allí han “vivido una existencia miserable”, por lo que deberían irse, pues si lo hacen “no recibirán disparos ni serán destruidos”. Estas balandronadas -conceptuales y de lenguaje- serían de risa loca, una ópera bufa plagada de ñoñerías, si no fueran tan alarmantes y tan peligrosas. Y de paso, exhiben a todos los tontos útiles en EU que, horondos, exclamaron a los cuatro vientos que votarían por Trump en noviembre, en protesta por el arropamiento que Joe Biden dio a Israel para repeler a Hamás, al cual había que desarbolar y destruir. Como escribió Oscar Wilde, “cuando los dioses desean castigarnos, escuchan nuestras plegarias”.
Con su declaración, Trump pone en juego el futuro de la solución de dos Estados; el propio cese al fuego decretado por Netanyahu convenientemente -después de que ignorara repetidamente las demandas públicas de desescalada de Biden- el 19 de enero para que su amigo (y candidato presidencial preferido) se colgara la medallita de cumplir con su promesa de traer la paz a la región “el primer día” de su mandato; y la situación de desplazamiento forzado de la población de la Franja de Gaza.
Es evidente que Trump no solo tomó por sorpresa a su gabinete sino también al propio gobierno israelí. Aunque el anuncio no parecía improvisado (leyó un texto escrito), su administración no había hecho siquiera la planificación y prospectiva más elementales para examinar la viabilidad de la idea, y la noción de que EU controle la franja de Gaza nunca había sido parte de una discusión pública hasta el martes pasado. Trump invariablemente utiliza la misma táctica para palanquear: propone una medida sorpresiva, inviable y absurda para, no obstante, abrir de par en par la discusión; como destacaba aquí en esta página de Opinión en mi columna previa, lo ha hecho ya en tan solo dos semanas con Canadá, Groenlandia y Dinamarca, Panamá y los aranceles punitivos. Ahora, con sus delirios de política exterior inmobiliaria y de un retorno al colonialismo putrefacto de rebanar con demarcaciones a lápiz el mapa del mundo, le tocó a Gaza. Su escandaloso plan no sólo representaría una manifiesta violación del derecho internacional; sus declaraciones ya alebrestaron al Medio Oriente y es posible que pudieran haber escrito el obituario del anhelado pero enloquecedoramente elusivo objetivo de establecer un Estado palestino junto a Israel, en coexistencia pacífica. Y esa visión siempre ha incluido a Gaza como parte integral de aquél, al igual que Cisjordania, sobre la cual, Trump además señaló en la conferencia de prensa ofrecida en la Casa Blanca con su homólogo israelí que estaría abierto a la anexión israelí de partes de Cisjordania, prometiendo develar su postura en un mes. “Si Trump piensa que de alguna manera el hecho de que EU sea dueño de Gaza y permita a Israel anexar partes de Cisjordania facilita un acuerdo, está completamente equivocado”, acotó inmediatamente Jeremy Ben-Ami, presidente de J Street, la gran organización de abogacía pro-israelí liberal, con sede en Washington, que promueve una paz negociada en Medio Oriente.
La reacción al plan de Trump para Gaza fue, afortunada y -como era de esperarse- abrumadoramente negativa fuera de Israel. António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, así como los líderes de Arabia Saudita, Egipto, Jordania, Reino Unido, Francia, Alemania, Australia, Turquía, Canadá, Japón y la Unión Europea, entre otros más, reafirmaron su apoyo a la solución de dos Estados. El Ministerio de Exteriores saudí subrayó que Riad “no establecería relaciones diplomáticas con Israel” -el objetivo largamente anhelado por EU, empezando por el propio Trump, quien promovió los Acuerdos de Abraham de 2020 que establecieron vínculos formales entre Israel y cuatro países árabes y que él ha cacareado como el mayor -quizá el único- logro de política exterior de su primer mandato, sin un Estado palestino independiente, añadiendo que su posición era “no negociable y no estaba sujeta a concesiones”.
No obstante, y hay que reconocerlo, las perspectivas de un Estado palestino ya se habían disipado en los últimos años, especialmente después del deleznable ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre de 2023, asesinando a mil 200 israelíes y desencadenando una guerra de represalia en Gaza que ha causado la muerte de 47 mil combatientes y civiles. Si nos guiamos por las encuestas, un creciente número de israelíes y palestinos ya no ven el escenario de dos Estados lado a lado como un plan viable. El verano pasado en Israel, sólo el 27 por ciento seguía apoyando una solución de dos Estados, mientras que el 64 por ciento se oponía a ella, en contraste con 2012, cuando 61 por ciento la apoyaba y sólo el 30 por ciento se oponía. Y eso resulta casi idéntico a la opinión de palestinos en Cisjordania y Jerusalén Oriental, donde sólo 28 por ciento de los entrevistados apoyaba ese plan, mientras que 64 por ciento se oponía, una caída radical también con respecto a 2012, cuando 66 por ciento lo apoyaba en comparación con 32 por ciento en contra.
Adicionalmente, está el rompecabezas de qué hacer con la población desplazada de Gaza y la duda de si el actual cese al fuego es sostenible. Trump indicó que EU entraría a la Franja una vez que hayan “concluido los enfrentamientos” e Israel haya llevado a cabo la operación de reasentamiento de los palestinos que allí viven (superan los 2.2 millones de personas) a otros países. La duda es cuál sería el destino de los deportados. La comunidad internacional ya rechazó la idea, señalando lo obvio, que el traslado forzoso de poblaciones está prohibido por el derecho internacional y que podría desestabilizar a toda la región. El gobierno israelí ha acogido con entusiasmo el plan; Netanyahu y su ministro de Defensa han incluso instruido al ejército preparar un operativo para la “salida voluntaria” de los gazatíes. Pero a oídos palestinos suena como una repetición de la Nakba, la expulsión entre 1947 y 1949 de unos 750 mil palestinos de sus tierras. Sería una limpieza étnica en toda regla, algo que la comunidad internacional no puede permitir sin perder para siempre la dignidad, exacerbando de paso la radicalización y violencia.
Antes de su reunión con Netanyahu, Trump ya estaba cilindrando la causa de la extrema derecha teocrática de Israel, subrayando que él no veía “garantía alguna” de que el acuerdo de cese al fuego en Gaza sobreviviera. Ahora, las percepciones regionales e internacionales en torno a la apuesta de Trump por una Franja de Gaza llena de hoteles y casinos levantados sobre los escombros de una región devastada podrían acabar de enterrar las esperanzas de una paz y convivencia duraderas y de una hoja de ruta que conduzca a un Estado independiente para los palestinos y a un Israel más seguro, secular y liberal.