Un sabio profesor nos solía repetir que sobre las decisiones de los tribunales constitucionales “ni Dios padre”. La imagen resultaba tan chocante como la blasfemia misma: ¿cómo es posible que una curia pueda decidir sin límites sobre cualquier aspecto de la vida, normalizar hasta la más infame de las injusticias, reescribir incluso la ley de la gravedad? Y es que la consecuencia estructural de la supremacía de la Constitución como la norma fundante del poder es que se debe admitir, lógicamente, la existencia de una autoridad infalible y omnipotente para dictar lo que es y significa el derecho. Un último y definitivo legislador.
Muy pronto ese problema lógico se trasladaba a una cuestión práctica: ¿pero qué sucede si sus determinaciones son desacatadas o su autoridad simplemente ignorada? El sabio profesor tenía una respuesta desde la congruencia de su aproximación positivista: ese día –decía– deja de existir el tribunal constitucional por la sencilla razón de que ha dejado de existir la Constitución. El acto eficaz de desacato –o la voluntad de poder que se impone– deriva en una situación fáctica que resitúa las fuentes de validez del orden legal, o mejor dicho, en un estado de cosas que sepulta la imperatividad del derecho válido. Cuando no se acata al tribunal constitucional, significa que ya no hay Constitución ni Estado de derecho.
La Suprema Corte de Justicia está a punto de enfrentarse a esa situación límite sobre la que especulábamos en clase, cuando el problema jurídico carecía de toda relevancia en la normalidad cuasidemocrática de mediados de los noventa. Efectivamente, en estos días la Corte discutirá una resolución que reconoce que poco o nada puede hacer un tribunal constitucional cuando los órganos constituidos deciden “salir del Estado de derecho” o “posicionarse como soberanos, juzgando por sí y ante sí la autoridad de los actos jurisdiccionales del otro”. En esos términos dialoga con la realidad el proyecto del ministro Gutiérrez Ortiz Mena sobre el conflicto entre, por una parte, la Sala Superior del Tribunal Electoral y, por otra, diversos jueces de amparo sobre la validez y efectividad de las suspensiones contra la reforma judicial.
La pregunta que el tribunal constitucional debía responder es cuál posición debe prevalecer: si una jurisdicción u otra para restablecer la regularidad, la fuerza y vigor de la Constitución agraviada. Pero en el mundo de lo político por encima de lo jurídico, de la voluntad sobre la ley, la pregunta termina siendo ociosa y la respuesta irrelevante.
El proyecto califica de “caso trágico” y de inevitables “resultados catastróficos” lo que en una democracia constitucional resultaría francamente inadmisible: “la idea de que el fin justifica ignorar los medios institucionales establecidos”.
Independientemente de la votación, resultará anecdótico el regaño que hace el ministro ponente a todos los actores de esta “crisis fundamental”. A la arrogancia de una mayoría de impresentables magistrados del tribunal electoral que inventaron vías y supuestas garantías para subvertir la competencia de los jueces de amparo. El activismo de esos jueces que buscaron paralizar la destrucción de su proyecto de vida, a costa del cuestionamiento del autointerés. O esa reprimenda retórica a la “soberbia institucional” de los que no han tenido recato alguno para desacatar todas las decisiones de nuestros tribunales.
De todo esto, apenas quedará un epitafio en prosa de exhorto que conmina a obedecer a lo que cada uno reconozca como Constitución y, en el camino, al Dios jurídico de su propia conveniencia.
Mi sabio profesor tenía razón: en el fondo, nos abrazamos a una razón juridificada para no tener miedo a Dios. Y, también, para no temer a los tiranos que de vez en cuando lo crucifican.