Tres simplificaciones han distorsionado nuestra comprensión sobre las implicaciones legales, políticas y económicas de la designación de los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas.
La primera es que la activación de ese estatuto de excepción por parte de Estados Unidos implica la habilitación automática de fuerza letal y capacidades militares para contener a las organizaciones que generan violencia y crimen en México. Si bien es cierto que toda emergencia que constituye una amenaza a la integridad soberana, a la política exterior o a los intereses económicos —y comerciales— de Estados Unidos detona los “poderes ejecutivos de guerra” según una añejísima doctrina de autoprotección, hay muy pocas razones para pensar que drones artillados o comandos de marinos norteamericanos van a desmantelar a las estructuras delincuenciales que operan a sus anchas en México con la complicidad de todos los niveles de autoridad. El hastío frente a la política de los abrazos a los delincuentes tiene a muchos esperanzados en que Trump va a poner orden a balazos. Entendible, pero no deseable y poco probable.
La segunda simplificación es que esta decisión no pasa de una ocurrencia de campaña, un arrebato de legitimación o de una herramienta de negociación bilateral, como el amago de imponer aranceles. En realidad, se trata de un viraje radical en la definición de prioridades y en el modo de tratamiento de un fenómeno que, en menos de una década, dejó de ser un problema de gestión de mercados ilícitos y se convirtió en una amenaza de penetración y control territorial para los Estados Unidos: de la agenda cotidiana de la DEA al universo de actuación interinstitucional de la mayor potencia de defensa y de impartición de justicia del orbe. Desde hace tiempo —en administraciones republicanas y demócratas y con distintos grados de presión de realidad— se había sopesado la idea de recurrir a los instrumentos antiterroristas para definir el tono del combate hemisférico a los cárteles mexicanos. Probablemente, había imperado la intuición de que las organizaciones criminales que se dedican a la extracción de rentas lícitas o ilícitas (caso mexicano) no se configuran ni operan bajo la lógica de dosificar violencia política, ideológica o religiosamente motivada, como sucede con el terrorismo islámico, secesionista o las guerrillas insurgentes.
La tercera simplificación es que las terapias antiterroristas únicamente tienen implicaciones en las políticas de seguridad de ambos países, esto es, en la decisión de cómo, cuándo y para qué se despliegan “botas en el suelo”. Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la denominada Patriot Act, los Estados Unidos han delimitado un reservorio de instrumentos legales de restricción migratoria (negación o cancelación de visas), políticas de sanciones financieras (bloqueo de activos o prohibición de acceso al sistema financiero o de pagos) y de jurisdicción extraterritorial de responsabilidad penal (castigos privativos de libertad), con el propósito de incrementar el riesgo y anticipar consecuencias a las personas y entidades que, de forma directa e indirecta, colaboran con organizaciones que cuadren en la categoría de terrorismo. De esta evolución justamente surgió el régimen de persecución y sanción al apoyo material de organizaciones denominadas. De eso se trata la decisión de Trump.
Ocho cárteles con presencia en México han sido designados como organizaciones terroristas. Estas estructuras criminales no solo se dedican al tráfico de fentanilo o a la trata de migrantes: disputan territorios, mercados y posiciones logísticas. Tienen alianzas, antagonismos, facciones, temporales y cambiantes. Son una realidad inasible. Lo mismo incursionan en el derecho de piso, las extorsiones, el secuestro o el huachicol que en el trasiego tradicional de drogas. A partir de enero de este año, no son ya un problema de seguridad pública o interior: son enemigos combatientes con capacidades asimilables a las de un Estado-nación: milicias sujetas a un complejísimo régimen de derecho internacional y reacción unilateral. Cualquier interacción, voluntaria e involuntaria, encuadra en un régimen de guerra existencial.
Mientras el Gobierno de la República andaba atento a los derechos migratorios de El Mayo Zambada, México pasó a la ominosa lista de los países en los que fecundan y se facilita la proliferación de terroristas. La nación de los cárteles terroristas.