Una puerta metálica azul parece esconder una propiedad modesta. Pero al cruzar el umbral, la vieja casa está colmada de arte. Las paredes ostensiblemente descarapeladas exhiben las imponentes fotografías de Santiago Arau, cuyos ojos oscuros se tachonaron en imágenes contenidas en libros y enciclopedias. Su memoria almacenó entre sus favoritas las fotografías antiguas. De hecho, en estos días charló con Bob Schalkwijk, un fotógrafo nacido en Róterdam que trabaja en México desde los años sesenta. Me imagino a Santiago escuchando a Schalkwijk boquiabierto, como sus alumnos lo escuchan a él. Le gusta la conversación transgeneracional, “mostrar caminos”, como él dice.
-Me sorprende que te guste la fotografía antigua. Pensar en ti es pensar en la modernidad, en drones.
-Toda la ola de tecnología me envuelve cuando soy muy joven. Nací en 1980 y a los 15 años ya estaba estudiando (en la Escuela Activa de Fotografía) y aprendiendo los procesos fotográficos clásicos con películas no digitales. En 1996 me regalaron mi primera cámara digital. Esos años fueron el antes y el después del mundo, cuando ya hay navegadores en las casas, cuando explota internet. Imagínate lo que fue para un adolescente que trabajaba con rollos –que era muy divertido– recibir de repente una pantalla y un USB.
La de Arau fue la última generación análoga de fotógrafos profesionales. De eso hablamos, cuando alguien le entrega sus negativos de la semana. Y se emociona como niño que recibe una sorpresa. Arau es híbrido, mitad fotógrafo análogo, mitad digital, usuario de teléfono celular, de redes sociales y de drones. Facebook e Instagram le dieron visibilidad a su carrera y le permitieron consolidarse como fotógrafo independiente.
En sus primeros años, cuando hacía fotografía social callejera, cuidaba los rollos, que nunca sobraban. El mundo digital cambió todo; le permitió captar cientos de imágenes, y se adoptó de manera natural.
También trabajó unos años en la televisión y en publicidad. “Tenía esta visión fotográfica de estudio clásico de foto que apliqué en televisión. Me mandaban a la calle, a hacer entrevistas o con una cámara escondida, y yo cuidaba mucho la composición. Eso llamó la atención de los productores, que me llevaron a hacer publicidad, y aprendí a usar estos equipos que podían tomar fotos y grabar video”.
La publicidad, reconoce, fue una gran escuela, pero Arau la dejó porque lo dejaba seco. “Encontraba en la publicidad algo vacío”.
Entonces se interesó por la fotografía aérea y por su tecnología. Sus primeras fotos elevadas fueron captadas desde ángulos imposibles, sobre techos o azoteas de edificios citadinos. Por ahí de 2005 compró su primer dron, que descansa en una de las habitaciones de su estudio. El dron revolucionó la fotografía aérea y el trabajo de Arau. Sentada en el salón donde da clases, puedo ver la magnífica y muy conocida fotografía del Ángel de la Independencia visto 20 centímetros por encima de la bóveda de su cabeza dorada. “Empiezo a mostrar varios lugares desde arriba y esta fotografía se vuelve muy popular porque muestra una manera novedosa de sitios que conocemos de siempre, como el Ángel, que se ha fotografiado toda la vida”.
Sus primeras fotografías aéreas ampliamente difundidas podrían ser las que tomó después del temblor del 2017. Luego pulió la técnica. Ahora, Arau construye narrativas; es decir, cuenta historias mediante varias piezas fotográficas. Éstas pueden volverse libros, como Territorios, que exhibe fotos de la República mexicana. Ahora mismo está fotografiando las montañas de la Ciudad de México, un proyecto que arrancó hace 10 años.
“Hay un momento en la carrera de un fotógrafo, por lo menos en la mía, donde cada fotografía más bien es una pieza, una parte del rompecabezas que cuenta una historia”.
La ejecución de esta idea le llevará un par de años más. Últimamente, Arau batalla no con la producción de ideas, sino con su ejecución. “Creo que el exceso de información y la velocidad a la que vivimos me distraen. Me distraigo todos los días”, dice.
En su estudio de Nueva York, Arau se refugia y se concentra. No toma fotografías, no se inspira, se queda quieto, piensa, toma decisiones. “Sé que es un cliché aquello de ver tu ciudad o tu país de lejos, desde el extranjero, pero a mí me funciona”.
—¿En qué consiste tu proyecto sobre las montañas?
—Es una historia que ya ha sido contada por Dr. Atl, por José María Velasco y otros, que las pintaron antes, pero no las pintaron todas. Esta idea tiene muchas razones de ser: creo en la importancia de reconectar con nuestro propio espacio. Es interesante que en una ciudad de 20 millones de personas, muy pocas conocen las montañas de su alrededor. Los seres humanos vivimos ensimismados y perdemos la relación con el entorno. Mi teoría es que el reunirnos con él hará que después reconectemos también con un pensamiento de solución para la humanidad. Muchas veces me desespero, me siento cansado, me desilusiono, me pregunto ¿para qué?, pero a la vez eso me impulsa a seguir adelante, a trabajar de nuevo. Y creo que es también un sentir colectivo. Esa sensación de desesperación, depresión, tristeza o de vacío es producto de procesos no naturales que nos han separado de lo que tenemos alrededor, de la luz, del cielo.
-Alguien como tú, que ha visto el salto de los procesos análogos a los digitales y los ha transitado bien, ¿le teme a la inteligencia artificial?
-No me asusta. No pienso que me va a desplazar. Es una técnica que llegó a una nueva generación que habrá de explotarla. Y la siguiente generación tendrá una técnica distinta. A los fotógrafos de hace 10 años les daba miedo el dron y les asustaba que los sustituyera. Siempre es así, pero todo es evolución. A mí no me gusta la IA, pero lo mismo habrán dicho los abuelos de lo digital o del dron. A mí lo que me espanta es el presente, es el dolor. Me asusta ver un video en el que una persona es maltratada, o un animal. Más que preocuparnos por la inteligencia artificial del futuro, deberíamos ocuparnos de nuestro presente y detener tanto dolor. Debemos analizar qué es lo que tenemos, en qué estado está y empezar a solucionar. Ese es el propósito de mis fotos.