La justicia en México se percibe como formalista, lenta y distante de la sociedad. Quienes han acudido a un juicio se han enfrentado con procesos excesivamente técnicos, plagados de obstáculos y fórmulas barrocas. También con procesos interminables que pueden durar años. No es de sorpender que el pueblo piense que mientras la sociedad avanza en una dirección, la justicia va por otro camino.
Como consecuencia de una tradición legal rígida y elitista, las y los jueces se alejaron cada vez más de la ciudadanía. Antes, para ascender en el Poder Judicial, era necesario aprobar exámenes que solo podían presentar quienes ya formaban parte de la institución. Este modelo convirtió al sistema en un círculo cerrado, donde se privilegiaban habilidades técnicas indispensables, sí, pero insuficientes para la labor de impartir justicia. Por ejemplo, se exigía la memorización de la norma como si el derecho fuera un mecanismo estático y predecible, sin margen para la reflexión o la sensibilidad. Mientras que no se pedía nada sobre cualidades éticas, criterio o capacidad de mediación.
La necesidad de una reforma de gran calado era evidente, porque en algún momento las exigencias de la sociedad dejaron de ser importantes para una gran parte del Poder Judicial. A fin de recuperar la confianza ciudadana, se impulsó un cambio radical: que las personas juzgadoras fueran elegidas por voto popular. Este proceso de democratización representa una oportunidad única para crear una nueva visión de la justicia. De ahí que sea tan importante preguntarnos qué justicia queremos y qué personas juzgadoras necesitamos.
México demanda jueces y juezas con los mejores perfiles. Por supuesto que queremos que quienes decidan sobre la defensa de nuestros derechos sean personas con un alto nivel técnico, pero también los necesitamos con una ética sólida. Requerimos juzgadores responsables, capaces de resolver conflictos sin perder de vista la transformación social y comprometidos con una justica con equidad, sentido social y responsabilidad institucional.
Juzgar con equidad significa reconocer que no todas las personas parten de las mismas condiciones y que garantizar una igualdad real es esencial para la estabilidad social y económica del país. No se trata de favorecer automáticamente a quienes están en situación de vulnerabilidad, sino de equilibrar el proceso. Para lograrlo, las personas juzgadoras deben corregir errores en los argumentos de las partes, buscar pruebas que revelen la verdad y brindar apoyo técnico a quienes no cuentan con una defensa adecuada.
El derecho debe ser un motor de cambio en nuestra sociedad. Juzgar con sentido social es reconocer que el Poder Judicial debe garantizar a todas las personas las condiciones mínimas para ejercer sus derechos. De tal manera que, quienes imparten justicia, no pueden permanecer aislados de los avances tecnológicos, las dinámicas económicas o la misma evolución de los derechos. Porque la justicia no se limita a la aplicación estricta de la ley, sino que debe transformar la realidad del pueblo cuando sea necesario.
Finalmente, juzgar con responsabilidad institucional significa aceptar que un juez no es un actor político, sino un árbitro imparcial cuyo único compromiso es con la justicia. El Poder Judicial forma parte de un sistema democrático y debe coordinarse con otros poderes para fortalecer la protección de los derechos. En este sentido, la función de un juez no puede estar marcada por el protagonismo ni por intereses personales. Porque su labor es interpretar y aplicar la Constitución.
México exige jueces preparados, íntegros y cercanos a la sociedad. Necesitamos juzgadores capaces de impartir justicia con equidad, sentido social y responsabilidad institucional. Sólo así podremos cerrar la brecha de desconfianza con la ciudadanía.