Rafael Caro Quintero es mucho más que un narcotraficante. Es parte de la historia viva de la organización del crimen organizado y del poder en México. Además, su captura y extradición no representan únicamente la caída de un capo, sino la resolución de una deuda histórica: la justicia por el asesinato del agente de la DEA, Enrique Kiki Camarena. Pero su figura es mucho más que eso. Es una cuenta pendiente que había quedado sin saldar por 40 años y es la encarnación de una historia más grande, más oscura y más profunda: la intersección entre el narcotráfico, la política y el poder en México.
Caro Quintero no fue un criminal cualquiera. Fue el segundo en mando del verdadero arquitecto del narcotráfico moderno que trascendió la violencia rudimentaria y se convirtió en una industria sólida, que fue Miguel Ángel Félix Gallardo. Gallardo, conocido como el Jefe de Jefes, no se conformó con traficar drogas; estructuró un cártel con vocación empresarial, con redes de distribución que funcionaban como una corporación transnacional. Bajo su liderazgo, el Cártel de Guadalajara dejó de ser un grupo de traficantes dispersos y se convirtió en un emporio con producción masiva, distribución eficiente y contactos en todos los niveles del poder y de la esfera pública. Su modelo no solo sentó las bases para los cárteles que dominarían las siguientes décadas, sino que también desdibujó las fronteras entre el crimen y el Estado.
Estados Unidos nunca ha olvidado a Kiki Camarena. Para ellos, su asesinato fue un desafío directo a su poder, una afrenta que convirtió a Caro Quintero en el enemigo número uno. Desde entonces, Washington ha construido una narrativa en la que el gobierno mexicano ha sido cómplice o, al menos, ha mirado hacia otro lado. No se trata solo de un capo, sino de una historia de traiciones, intereses cruzados y conveniencias políticas. A lo largo de los años, las sospechas han alcanzado a todos: desde familiares del expresidente Luis Echeverría hasta altos funcionarios como Manuel Bartlett, un sobreviviente de la política mexicana cuyo papel en esta trama sigue envuelto en el misterio.
Mientras la historia se reescribía en expedientes secretos y operaciones encubiertas, la relación entre México y Estados Unidos entró en una nueva fase. La administración de Andrés Manuel López Obrador no solo visitó Badiraguato en varias ocasiones, también abrió canales de diálogo en espacios inesperados. No fue solo la política de “abrazos, no balazos”; fue la creación de un nuevo tipo de relación con ciertos actores del crimen organizado, disfrazada bajo el discurso de la pacificación. La energía fue uno de los puntos clave de este entendimiento. ¿Hasta dónde llegó esa conexión? Es una pregunta cuya respuesta se irá revelando con el tiempo.
Pero el tiempo se agotó. La presión de Estados Unidos sobre México ha alcanzado un punto crítico. En un intento desesperado por evitar la imposición de aranceles del 25 por ciento a las exportaciones mexicanas, el Gabinete de Seguridad de México se presentó en Washington, DC, el 27 de febrero. Encabezados por Omar García Harfuch, el canciller Juan Ramón de la Fuente y el fiscal Alejandro Gertz Manero se reunieron con el secretario estadounidense Marco Rubio para reforzar la cooperación en seguridad. Sobre la mesa, dos temas urgentes: el tráfico de fentanilo y el contrabando de armas. Para el gobierno de Claudia Sheinbaum y la administración de Donald Trump, esta es la nueva prioridad.
La operación que supuso la extradición de los 29 capos, ejecutada con 3 mil 512 elementos de seguridad y ocho aeronaves, trasladó a los narcos desde ocho penales de máxima seguridad hasta cortes en ocho ciudades estadounidenses, entre ellas Nueva York, Houston y Washington.
Era un mensaje claro: se está cumpliendo con la parte del trato. Sin embargo, para Trump esto no es suficiente. Su advertencia fue terminante: si los resultados no son “contundentes”, los aranceles entrarán en vigor el 4 de marzo. México está atrapado entre la espada y la pared, obligado a demostrar efectividad en la lucha contra el crimen mientras protege su economía.
El problema es que estas decisiones no son solo gestos diplomáticos, sino movimientos estratégicos que generan reacciones impredecibles. Los cárteles no olvidan, y menos cuando sienten que un pacto implícito ha sido traicionado.
Lo que sigue es incierto. Oficialmente, la era de los “abrazos” ha terminado. No hay más espacio para estrategias ambiguas ni discursos de pacificación. Estados Unidos quiere resultados, y México está acorralado.
El pasado viernes, un día después de la reunión, el gobierno mexicano explicó que actuó en respuesta a una solicitud formal por escrito del gobierno estadounidense, que incluyó los nombres y apellidos de los capos requeridos. Para proceder con la entrega extraordinaria, la Fiscalía General de la República aplicó el artículo 5º de la Ley de Seguridad Nacional y las disposiciones de la Convención de Palermo contra el crimen organizado, asegurando que no se violaron las suspensiones de amparo que algunos detenidos tenían vigentes.
Las repercusiones no serán solo externas. En el interior, el equilibrio de poder ha cambiado. Gobernadores, alcaldes y funcionarios que alguna vez operaron bajo la certeza de que la relación con el crimen era un acuerdo tácito hoy se encuentran en la cuerda floja. La frontera entre política y narcotráfico siempre ha sido borrosa, pero ahora la línea que separaba la protección de la persecución ha desaparecido.
El problema ya no es solo frenar el tráfico de fentanilo o contener la violencia. Ahora, el verdadero desafío es depurar la estructura política del país sin que el sistema colapse. Y en un México donde el narcotráfico no ha sido solo un negocio, sino una pieza clave del engranaje político, esa tarea es prácticamente imposible.
Puede que esta jugada calme temporalmente la presión de Estados Unidos, pero ha abierto un nuevo frente de batalla dentro del país. Las represalias no tardarán en llegar. Los cárteles no solo buscan poder; lo ejercen. Y ahora, aquellos que creyeron que podían jugar en ambos bandos tendrán que pagar el precio.
A partir de hoy, la política mexicana se convierte en un terreno aún más inestable. Nadie está a salvo. Lo que le ocurrió al general Salvador Cienfuegos, detenido en una visita familiar a Disneylandia, puede repetirse con cualquier alto funcionario. La persecución ha comenzado. Se eliminarán nombres de listas de visas, se investigarán fortunas, se desenterrarán conexiones que antes se protegían con silencio.
El equilibrio de poder ha cambiado. En el nuevo contexto queda claro que los abrazos son cosa del pasado y que los balazos serán los que dictarán el rumbo. La guerra… apenas comienza.