Puede ser que el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, tenga una conversación “algo amistosa” con Trump, que así la calificó el gringo, pero no Claudia Sheinbaum por ser mujer, inteligente, preparada, nacionalista y comprometida con un proyecto de gobierno que busca equilibrar las inversiones y el crecimiento económico eficiente con perceptibles mejorías en desarrollo social.
Además de las sociopatologías de los supremacistas de la Casa Blanca, nuestro gobierno tiene que lidiar con su hipocresía, como la del secretario de Comercio, Howard Lutnick, que ha dicho que los aranceles impuestos a los productos procedentes de China, Canadá y México podrían ser eliminados si nuestros países muestran progresos en detener el flujo de fentanilo y otras drogas.
Sin máscaras, diría que los aranceles bajarían cuando los cárteles que aquí operan pierdan el control parcial del negocio que ejercen para beneficio de la DEA, la CIA y del lavado de dinero del que se ocupa el sistema financiero de Wall Street, que es lo que realmente persiguen.
De la drogadicción de los jóvenes estadounidenses desesperanzados con su vida y que gozan de plenas facilidades para adquirir lo que quieran meterse al cuerpo, nada dicen ni hacen los supremacistas que acompañan a Trump en su gobierno.
Además de castigar a los cárteles mexicanos por desafiar el control estadounidense del tráfico de drogas y sus increíbles ganancias, otro propósito de Trump es cumplir con la oligarquía que representa, la cual decidió jugar una apuesta económica y otra política.
Por un lado, se quiere reindustrializar la economía estadounidense, para lo cual se ha decidido romper la división internacional del trabajo que se formalizó el 11 de diciembre de 2001 con la entrada de China a la Organización Mundial de Comercio (OMC) y que la convirtió en la principal fábrica del mundo y a EU en el mayor consumidor.
En ese papel, EU no ha tenido problema financiero al poder solventar el déficit comercial global, no como cualquier país con ajustes a su producción, sino con la simple impresión de papel moneda. En cambio, sí que le ha significado rezagos en ciencia, tecnología y equipamiento industrial, en los que China ya le saca ventajas.
Lo que se ha propuesto la élite estadounidense, integrada por no más de 130 familias en el primer círculo y menos de dos mil en el siguiente, es reanimar las manufacturas en su territorio con políticas arancelarias proteccionistas. “Lo que tendrán que hacer es construir sus fábricas de automóviles (…) y otras cosas en Estados Unidos”, dijo Trump el martes en su discurso ante el Congreso.
Su plan (imposible) es encarecerles a las corporaciones de EU con filiales en el extranjero su acceso al mercado estadounidense y abaratarles su operación a las que repatrien plantas que tengan en México o China u otros países, reduciéndoles impuestos y dándoles subvenciones.
Lo que nuestro gobierno no debe perder de vista es que la imposición de aranceles a las importaciones estadounidenses tiene la imposible y absurda finalidad de promover la reindustrialización de EU, y que cualquier cosa que proponga que no sirva a ese propósito, inclusive el argumento mucho más realista de que debe contemplarse la fortaleza regional, será desechado.
Por supuesto que los medios que han de utilizarse en la guerra comercial declarada por Trump no sólo causarán reducción de empleos e inflación aquí y allá; el intento de “hacer que EU vuelva a ser grande” es a expensas del resto del mundo, lo que anula alianzas entre “socios y amigos” y, al ampliarse internacionalmente, imposibilita la cooperación ante problemas comunes, como el cambio climático.
Deja como única alternativa impuesta por Trump la negociación bilateral asimétrica con cada país. En ese marco, Trump tratará de imponerles desventajas a terceros para jalar inversiones a EU. Intentará hacerlo particularmente en México, contra una sociedad a la que menosprecia y un gobierno frente al que no tendría reparos si sus estrategias y medidas le causaran inestabilidad social y política.
La segunda apuesta de la elite estadounidense es tratar de imponer un nuevo orden político internacional, porque el que se estableció tras la Segunda Guerra Mundial en torno a la ONU, al Banco Mundial y al FMI no le sirve a Washington para someter y contener a China, que ha conseguido ventajas enormes en ciencia y tecnología, finanzas y capacidad militar que obligan a considerarla como potencia económica y geopolítica capaz de proyectar sus intereses estratégicos de largo plazo a nivel global.