Hay discursos que no necesitan gritar para ser amenazas. Hay palabras que se deslizan como augurios envueltos en aplausos y silencios tensos. Lo que Donald Trump pronunció ante el Congreso de los Estados Unidos no fue solo un mensaje para su país, fue un eco que cruzó fronteras, una advertencia envuelta en la piel de promesa.
En cuatro años de ausencia, Trump no cambió. Cambió el mundo, pero él sigue aferrado al guion que lo llevó al poder la primera vez: miedo, culpa y redención. En su discurso, México volvió a ser el chivo expiatorio perfecto. No importa cuántos tratados se hayan firmado, cuántas mesas de diálogo se hayan montado o cuántas visitas diplomáticas hayan intentado suavizar las tensiones. Para Trump, México es la herida abierta que explica todos los males de su país. Es el vecino incómodo que se volvió enemigo funcional.
Con un tono calculado, Trump anunció aranceles que golpean directamente a México y Canadá. Lo hace no porque crea en el proteccionismo como doctrina económica, sino porque entiende que en un Estados Unidos fragmentado, se necesita un enemigo externo al cual culpar. Si el precio de la gasolina sube, es culpa de México. Si las fábricas cierran, es culpa de México. Si la frontera es porosa, es culpa de México. Y si el miedo crece, es porque hay un México en cada esquina.
Pero el mensaje detrás de las cifras y las promesas es mucho más peligroso. Trump no solo dibuja un muro físico o comercial; construye una narrativa donde Estados Unidos es una fortaleza sitiada y el resto del mundo, especialmente el sur, es una horda dispuesta a tomar lo que no le pertenece. México no es un socio, es un símbolo. Un comodín retórico al que puede culpar de todo y contra el que puede prometerlo todo.
La historia nos ha enseñado que los discursos no son inocentes. Cada vez que un líder poderoso ha convertido a un vecino o a una minoría en la raíz de sus problemas, las palabras han terminado por convertirse en políticas, y las políticas, en tragedias. Trump lo sabe. Y lo sabe porque ya lo hizo. Porque ya convirtió a los migrantes en invasores, a los acuerdos en traiciones y a la diplomacia en un regateo vulgar donde solo importa quién se arrodilla primero.
Para México, este discurso es una llamada de alerta. No solo por los aranceles o las amenazas directas, sino porque el relato que Trump está tejiendo de nuevo pone a nuestro país en el centro de su teatro político. Y cuando un líder populista necesita un enemigo para sostener su poder, ese enemigo termina pagando un precio mucho más alto que los aranceles.
Trump no regresó para negociar. Regresó para imponer. Y lo que se escuchó en el Congreso es el primer acto de una obra donde México, nos guste o no, ya tiene asignado el papel de villano.
Lo que hagamos frente a esa narrativa definirá no solo nuestra relación con Estados Unidos, sino el lugar que ocupamos en el tablero global. Porque si algo nos ha enseñado la historia es que cuando te dejan solo dos opciones: ser el enemigo o ser el vasallo, la dignidad está en construir una tercera.