Todos los días, el presidente Donald Trump provee a los demócratas nuevos motivos para que éstos se lamenten de su derrota electoral en 2024. Esa debacle significa que todo lo que postulaban que importaba (la alianza transatlántica, la capacidad del Estado para mejorar la sociedad, el Estado de derecho o la civilidad) se está desmoronando ante sus propios ojos. Y es que tres meses después de perder la Casa Blanca, la Cámara de Representantes y el Senado, el partido sigue reventado, conmocionado y pasmado, descoordinado y sin brújula. Todavía tienen que digerir y procesar las implicaciones de su derrota en noviembre y aún no han encontrado una narrativa o respuesta frente a las agresivas y alarmantes acciones iniciales de Trump. Qué diferencia con el arranque de su gestión en 2017. En enero de ese año, el día después de que Trump asumiera por primera vez la presidencia de Estados Unidos, cientos de miles de manifestantes se congregaron en Washington para una “Marcha de las Mujeres” que, en realidad, fue un vehículo mucho más amplio de movilización, rechazo e ira popular. La marcha, y los eventos paralelos en todo el país, fueron emblemáticos de lo que se conoció en ese momento como la Resistencia, un tsunami en oposición a Trump que adoptó la forma no solo de protestas masivas, sino también de amparos y litigios judiciales, cobertura mediática crítica (y un incremento notable en aumento de suscripciones a esos periódicos y revistas) y un movimiento de organización de base que se convertiría en la cabeza de playa para la victoria de Joe Biden cuatro años después.
Hoy la resistencia a un segundo mandato de Trump está muerta. Casi tan pronto como Trump ganó, los dueños de muchos medios doblaron las manos y la oposición se desconectó de las noticias. Los titanes de la tecnología y de empresas del entretenimiento que tanto criticaron a Trump la última vez ahora lo respaldaron abiertamente, postrándose a sus pies y donando millones a su inauguración y asistiendo a ella, o rápidamente hicieron ajustes internos para alinearse con él. Incluso algunos demócratas en el Congreso, críticos acérrimos del presidente, sugirieron que buscarían encontrar puntos en común con su nueva administración. Las protestas en torno a la toma de posesión fueron mucho más pequeñas y acotadas, y las acciones de demócratas para neutralizar u oponerse a las acciones y políticas de la administración no han cogido tracción.
¿Qué ha ocurrido? De entrada, la era de la “hiperpolítica” –o la política ejercida por los demócratas como un campo de batalla social permanente que todo lo consume– ha llegado a su fin o, en el mejor de los casos, está en pausa. En parte la respuesta puede ser simplemente fatiga ante los dos vértices tácticos trumpianos: lo impredecible y volátil de sus acciones, y lo que los suyos llaman “inundar la zona con mierda”: es decir, generar tal andanada de declaraciones y acciones escandalosas constantes que la oposición (u otras naciones), abrumada, simplemente no tiene la banda-ancha para responder y no sabe qué esperar. La política estadounidense ha girado en torno a Trump durante casi una década, y las esperanzas de que el estallido de energía y movilización de bases contra él durante su primer mandato lo exiliaría de la vida pública resultaron en vano. Y hay otro factor: la ira que sienten muchos votantes demócratas hacia su propio partido, no solo por su falta de eficacia a lo largo del último mes y medio, sino también por permitir en primer lugar que Trump ganara. Muchos militantes, sin duda, se sienten desilusionados después de ver a Biden caracterizar la elección pasada en términos existenciales y luego no hacer todo lo posible para garantizar que los demócratas la ganaran.