“Dejen en paz al pasado”, dicen una y otra vez, y cuando les conviene, los defensores del modelo neoliberal, ese sueño de jóvenes tecnócratas que para las mayorías sólo se tradujo en precariedad salarial, violencia e injusticias.
Pero, ¿cómo dejar atrás los saldos del neoliberalismo si cotidianamente los seguimos padeciendo? Sí, reparar los daños causados por un modelo depredador nos llevará, en algunos rubros, mucho más que un sexenio.
Una de las reformas clave de los neoliberales fue la que se propuso destruir el ejido, la propiedad social surgida de la Revolución Mexicana. Para los neoliberales, en el arranque del Tratado de Libre Comercio, había que crear un nuevo “equilibrio”, porque el México rural era prescindible.
Pusieron en marcha políticas que vaciaron el campo, que fortalecieron el agronegocio por encima de formas sustentables de producción agrícola. Vaciaron el campo, la migración creció sin freno y el mundo rural se empobreció día con día.
Las reformas neoliberales, presentadas como un gran motor modernizador, se tradujeron en realidad en caldo de cultivo de la corrupción y el despojo.
Recientemente, diversos trabajos periodísticos han dado cuenta de uno de esos saldos atroces del periodo neoliberal.
Según un estudio del Registro Agrario Nacional (RAN), se ha revelado que 36 personas poseen alrededor de 63 mil ejidos, mismos que abarcan más de 39 mil hectáreas, repartidas entre las dedicadas a actividades agrícolas y las destinadas a la expansión inmobiliaria.
No es ninguna sorpresa que el mismo estudio, de una instancia oficial, señale que los poseedores de esas grandes extensiones son políticos, exfuncionarios y empresarios que se hicieron de los terrenos mediante triquiñuelas, contratos leoninos, amenazas y violencia contra los ejidatarios.
El estudio no sólo revela la corrupción existente en el órgano encargado del registro, sino amplias redes podridas que involucran a fiscalías, tribunales y notarías.
Según los neoliberales, la “flexibilización” de la propiedad social permitiría a los ejidatarios acceder a créditos y modernizar sus sistemas de producción para competir en el mercado.
Lejos de ocurrir así, el efecto real de liberalización fue que se dio paso a la concentración de tierras, que quedaron en manos de acaparadores sin más interés que el lucro.
A su vez, estos nuevos dueños propiciaron la destrucción de las economías campesinas, la proliferación de complejos turísticos o la puesta en marcha de proyectos mineros, muchos de ellos devastadores del medio ambiente. Los daños están hechos, pero sigue siendo un imperativo poner fin a esos procesos de acaparamiento que afectan en primer lugar a los pequeños productores, y terminan dañando al conjunto de la sociedad por la corrupción y la destrucción ambiental que han acarreado.
En el mismo tenor podemos ubicar la reforma de 1992, en pleno salinismo, a la Ley de Aguas Nacionales, supuestamente dirigida a regularizar el uso del líquido, y que terminó provocando que apenas 1.1% de los concesionarios explote más de una quinta parte de este vital recurso.
Entre 1917 y 1992 fueron entregados 2 mil 600 títulos de concesión. A partir de la reforma de Salinas, y en sólo una década, se otorgaron 360 mil títulos y se creó un nuevo modelo de gestión del que resultaron inseparables el acaparamiento, la sobreexplotación y la especulación.
Desmontar los males causados por el neoliberalismo ha sido una de las tareas esenciales de la transformación que vivimos en el país. En esa dirección, de reparar los daños causados por las políticas que piden que olvidemos, apunta el plan hídrico presentado por la presidenta Claudia Sheinbaum, que se propone “garantizar el derecho humano al agua en cantidad y calidad suficiente, asegurar la sostenibilidad de nuestros recursos y fomentar un manejo adecuado y responsable del agua en todos sus usos”.