La economía y la verificación empírica han demostrado, una y otra vez, que el comercio internacional favorece el crecimiento económico y el bienestar de las naciones.
Estas bondades tienen su origen en que, como ocurre dentro de un país, el intercambio comercial entre naciones induce a los individuos y las empresas a especializarse en la producción de aquellos bienes y servicios que saben hacer mejor y, así, comerciar con los demás.
En 1817, el economista británico David Ricardo identificó este fenómeno, conocido desde entonces como la teoría de la “ventaja comparativa”, argumentando que, aun si un país pudiera producir todos los bienes más eficientemente que los demás países (“ventaja absoluta”), tendería a especializarse en aquellos que le implicaran un menor sacrificio en ganancias, considerando los recursos limitados (“costo de oportunidad”).
El comercio internacional basado en la especialización aumenta la escala de mercado, amplía la interconexión de las empresas, impulsa la competencia, e incentiva la innovación y el cambio tecnológico. El resultado es un aumento continuo de la productividad.
En el centro de las ganancias del intercambio comercial se encuentra el consumidor, quien tiene a su disposición una gama más variada de bienes y servicios a menor precio. El canal de estos efectos son las importaciones.
Durante las últimas siete décadas, el mundo experimentó un aumento espectacular de la riqueza, propiciado por la disminución de las barreras al comercio y su posterior mantenimiento en niveles relativamente bajos. La globalización favoreció, en especial, a los países en desarrollo y sacó a millones de personas de la pobreza.
En México, la apertura comercial ha beneficiado tremendamente a los consumidores con productos a los que jamás podría haber aspirado con una política gubernamental de “autosuficiencia”. Por su parte, la especialización se ha manifestado, entre otros aspectos, en la consolidación de una estructura industrial moderna, la cual ha acrecentado el ingreso y el empleo, principalmente, en las zonas norte y centro del país.
La estructura productiva nacional forma parte de cadenas de suministro globales, cada vez más diversificadas. Un reflejo de ello es la creciente participación de las importaciones provenientes de China, las cuales consisten no sólo en productos terminados, como vehículos, muchos de los cuales, por cierto, son de marca estadounidense, sino también en bienes intermedios y de capital para la producción. Esta diversificación sugiere que la creación de comercio en el país ha superado su posible desviación, derivada de los acuerdos preferenciales, como el T-MEC.
A pesar de los beneficios constatados de la apertura, en fechas recientes, han surgido algunas voces en México criticando el comercio con naciones asiáticas, en especial, con China. Por su similitud, tales comentarios parecen “inspirados” en los argumentos invocados por la administración Trump en su guerra comercial con ese país.
El gobierno estadounidense ha abrazado una interpretación similar a la del “mercantilismo” europeo de los siglos XVI al XVIII, según el cual, el sistema económico es un juego suma cero, donde la ganancia de una parte equivale a la pérdida de la otra. La riqueza de un país se definía como la acumulación de metales preciosos, por lo que se consideraba deseable promover las exportaciones y prohibir las importaciones.
En su obra magna, “la Riqueza de la Naciones”, en 1776, el padre de la ciencia económica, Adam Smith, desmanteló esa visión, demostrando, entre otros aspectos, que el libre comercio favorece a las naciones involucradas y el balance comercial carece de importancia.
Por siglos, los economistas han estado conscientes de que, como con la competencia y los cambios tecnológicos, el comercio internacional no asegura que todos los países prosperen de igual manera ni, mucho menos, que no haya personas y sectores afectados. Como los beneficios del comercio son frecuentemente difusos y los efectos de proteger a los participantes desafiados son más visibles, la protección de las industrias nacionales suele tener un atractivo especial.
La invocación en México de limitar las importaciones de productos chinos ha abarcado desde consideraciones prácticas, como estar “del lado correcto” con Estados Unidos, hasta aseveraciones mercantilistas, entre las que sobresale que China busca, mediante subsidios e “ingeniería inversa”, destruir la capacidad productiva de los países.
El gobierno mexicano debería resistir las alarmas mercantilistas y, en su lugar, adoptar un papel de liderazgo en sus negociaciones con Estados Unidos, para lograr avances adicionales en la integración de Norteamérica en la economía mundial.