En una era donde la información circula a velocidades vertiginosas y la inteligencia artificial (IA) permea cada vez más los procesos de decisión en todos los niveles de nuestra sociedad, la distinción entre evidencia sólida y narrativa conveniente se ha vuelto crítica. Recién leía la editorial de mi amigo Holden Thorp en Science (25 de abril del 2025) sobre la situación actual en la credibilidad de las teorías científicas en medio de su dialéctica política en la nueva era Trump.
Y coincido, es cada vez más inapropiado e insostenible escuchar la “evidencia científica” como argumento en defensa de posicionamientos supuestamente inescrutables. El concepto que comienza a dominar la arena argumentativa es la “evidencia convergente” —clave en el pensamiento científico riguroso— que también está siendo sustituido o malinterpretado por expresiones como “convergente evidencia” en el discurso popular y empresarial. Esta distorsión cobra especial relevancia cuando se analiza la implementación de tecnologías de automatización en el trabajo, en un contexto saturado de fake news, promesas infladas y un imaginario tecnológico muchas veces desconectado de la realidad laboral.
En el ámbito científico, “evidencia convergente” describe un proceso de validación colectiva donde múltiples estudios, metodologías y disciplinas independientes apuntan hacia la misma conclusión. No se trata de un consenso por aclamación ni de una autoridad incuestionable, sino de una convergencia estructural de pruebas. Este concepto exige precisión, replicabilidad y transparencia, y es el fundamento que legitima muchas de las afirmaciones científicas que hoy consideramos confiables, como la efectividad de las vacunas o el cambio climático antropogénico, temas que menciona ciertamente Thorp en dicha editorial.
En contraste, la expresión “convergente evidencia”, utilizada sin la rigurosidad de su origen, ha comenzado a usarse como una herramienta retórica más que epistémica. Muchas empresas tecnológicas —y algunos informes mediáticos sobre IA— presentan “convergencia” como un sinónimo de éxito o promesa, independientemente del rigor detrás de las afirmaciones. Frases como “hay evidencia creciente de que la automatización mejora la productividad” o “los datos indican que los algoritmos reducen la carga laboral” son a menudo respaldadas por estudios internos no replicables, reportes de casos aislados, o correlaciones débiles.
Esta vaguedad se explota en el marketing tecnológico, generando una ilusión de inevitabilidad: si muchas empresas lo están haciendo, “algo de verdad debe haber”. Así, se instala una especie de “pseudo consenso” que no resiste un escrutinio científico pero que sirve para influir en decisiones políticas, laborales y de inversión.
La automatización, en particular la basada en IA – temas de mi particular interés – sugiere desde hace años liberar a los trabajadores de tareas repetitivas y generar “trabajo más significativo”. Sin embargo, un análisis más detallado —basado en evidencia convergente real— sugiere que los efectos son mucho más complejos y dispares.
Estudios longitudinales muestran que en muchos sectores, la automatización ha implicado reducción de plantillas sin una redistribución clara del valor generado. Evidencia en países con fuerte inversión en IA (como Corea del Sur o Alemania) indica que los beneficios en productividad no siempre se traducen en mejoras salariales ni en condiciones laborales. Reportes de trabajadores en centros automatizados revelan que las exigencias de rendimiento han aumentado, y que los sistemas de IA que evalúan el desempeño generan nuevos tipos de estrés laboral.
Estas son señales de alerta. No se trata de negar los beneficios potenciales de la IA, sino de exigir que las afirmaciones sobre sus impactos estén respaldadas por evidencia convergente y no por el entusiasmo de marketing o narrativas desinformadas ni “fake news”.
En el ecosistema digital actual, la frontera entre comunicación científica y propaganda empresarial es cada vez más difusa. Las “fake news” no siempre se presentan como noticias falsas descaradas; muchas veces son medias verdades amplificadas, datos sin contexto, o inferencias presentadas como certezas.
El concepto malinterpretado de “consenso” alimenta este fenómeno: si “todos” hablan bien de una tecnología, si “todos” los reportes coinciden en sus beneficios, entonces debe ser cierto. Esta es la trampa del consenso superficial. Frente a ello, el enfoque de evidencia convergente no solo es más riguroso, sino más ético: no busca cerrar el debate, sino estructurarlo con base en hechos acumulativos.
Frente al avance imparable de la inteligencia artificial en la sociedad y el trabajo, es urgente que ciudadanos, políticos y líderes empresariales aprendamos a distinguir entre evidencia convergente y retórica convincente. La transformación tecnológica es real, pero sus efectos no son ni automáticos ni universalmente positivos.
Adoptar un enfoque crítico, basado en convergencia de datos, diversidad metodológica y apertura a la revisión, es esencial para que la IA sea una herramienta de progreso y no una fuente más de alienación o precariedad laboral. Solo así podremos construir una narrativa tecnológica que no solo suene bien, sino que resista el peso de la evidencia.
*Féliz día del Trabajo, a humanos y máquinas e Inteligencia Artificial, que ya nos hacen parte de la chamba.