Sabido es que para muchos gobernantes lo más sencillo –en vez de asumir un liderazgo responsable y capaz– es culpar a sus antecesores por los errores y faltas que aquejan al presente. Sin aceptación no hay responsabilidad. El problema es que en México llevamos más de siete años culpando a quienes hace mucho tiempo dejaron el poder y, sinceramente, no creo que por mucho culparlos se arreglaran las cosas.
México se ha convertido en la tierra de las promesas y sueños inconclusos. Un país donde cada seis años llega un líder a transportarnos por el viaje de la ilusión y la esperanza, únicamente para luego pasearnos por el valle de la desilusión y la desesperanza.
Un país, al igual que una persona –pues en esencia un país no es más que la suma de millones de voluntades– puede contemplar su pasado con simpatía o con recelo, pero, sea como sea, debe incorporarlo al patrimonio común.
No existe texto sin contexto, ni historia sin continuidad. En este sentido, tenemos que ser conscientes de que la nuestra ha sido una historia, en ocasiones escrita por amigos, otras por adversarios y otras, las más, por quienes lideran y moldean la realidad política –aunque también económica y social– del país.
En una situación de indefensión política tan grande como la que actualmente atraviesa la República Mexicana; con un monopolio del poder tan asegurado como el que otorgan los más de 35 millones de votantes y con una mayoría en el Congreso como la que tiene la actual administración, todo lo que se les ha ocurrido –y que se les pueda llegar a ocurrir– ha terminado convirtiéndose en ley.
La ‘4T’ de López Obrador prometió un cambio y hoy con su sucesora –que dicho sea de paso, es la persona más votada en la historia del país y que además tiene el distintivo y orgullo de ser la primera mujer de ser la jefa de Estado– lo está consiguiendo a un paso y ritmo demoledor.
Puede ser que estemos ante el nacimiento de un movimiento que pueda prescindir de unas mínimas concesiones a los demás, pero es peligroso, muy peligroso quemarlo todo con tal de asegurar que el gobierno del presente esté construido sobre la quema del pasado.
El ejemplo más reciente es la campaña de desprestigio contra el expresidente Ernesto Zedillo, después de sus controversiales declaraciones en contra de la actual y pasada administraciones a las que incluso llegó a acusar de convertir a México en un “Estado policial” y ser las causantes de que la democracia haya muerto en nuestro país.
En medio de lo dicho o no dicho por ambos líderes, surge la pregunta: ¿en dónde quedaron todas las propuestas de campaña y la autenticidad democrática? La presidenta Sheinbaum no sólo no ha impulsado sus propios proyectos, sino que –al igual que el expresidente López Obrador– se ha empeñado en seguir con la quema y desaparición sistemática de todo lo anterior, excepto lo hecho por su antecesor y tal y como en su tiempo hizo el creador de la ‘cuarta transformación’ mexicana.
Realmente, la manía de destruir la historia y el pasado siempre es el recurso más fácil de utilizar cuando las cosas no están saliendo bien. Y lo es, sobre todo, porque la construcción de los países lleva de manera intrínseca una enorme contradicción. Por ejemplo, hasta hace unos años el enemigo favorito del régimen era el expresidente Salinas de Gortari.
Curiosamente, actualmente la mayor batalla –y donde más se está probando la fuerza del sistema– es en los mecanismos que se están implementando con tal de defender y asegurar el cumplimiento y aplicación del T-MEC. Un acuerdo que nunca hubiera sido posible sin el antecedente histórico que fue el TLCAN y que, enteramente, se le debe a Carlos Salinas de Gortari y a George H.W. Bush. Un esfuerzo que más adelante fue respaldado por el presidente demócrata, Bill Clinton. Además, no hay que olvidar que el TLCAN facilitó la incorporación económica de México y lo posicionó en el camino de la modernidad.
No se puede olvidar que, naturalmente, en la vida de un presidente hay grandes errores y grandes aciertos. Habida cuenta de que no nacimos ayer y aquí llegamos como consecuencia de muchas cosas, no es justo ni bueno olvidar que la “honestidad valiente”, fue gracias al hecho de mirar hacia otro lado.
Ahora, después de haber sustituido a Salinas de Gortari por Felipe Calderón, en este camino de destrucción de la historia finalmente hemos recalado en la necesidad de recuperar el fantasma del Fobaproa y de terminar con el reconocimiento que, hasta ahora, se le había hecho al expresidente Zedillo por la transición de poderes del PRI al PAN.
Sin la plataforma zedillista, seguramente Andrés Manuel López Obrador no habría alcanzado la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México en el 2000, ni habría sentado las bases políticas para su triunfo presidencial en 2018. Sin embargo, esto no quiere decir que a Zedillo se le pueda asignar la responsabilidad histórica de lo que a partir de ahí hicieron, primero, el pueblo de México al votar como lo hizo en 2018 y, después, a gobernar como lo hizo López Obrador durante su sexenio.
Lo que es importante que la presidenta de México sepa es que, para plasmar su legado, no necesita borrar la historia.
Borrar la historia mediante la censura de archivos, la reescritura sesgada en los libros de texto o la descalificación sistemática de la oposición sólo refuerza la idea de que en democracia sólo cabe la “verdad del momento”. En un momento como el que vivimos de monopolio político, la discrepancia, por muy fundamentada que sea, se reduce a una opinión más.
El verdadero desafío está en ser capaces de convivir con el desacuerdo leal y constructivo.
El problema está en que, por mucho que le haya ido bien a uno en una elección, tenemos que ser conscientes de que la historia y el devenir político están conformados por el presente, por lo que vendrá después, pero también por lo que sucedió con anterioridad.
En toda democracia se vale soñar con un futuro mejor. Lo que no se vale es precipitar su transformación sacrificando el legado de quienes nos precedieron. Sin memoria compartida, no hay mañana.
Que un movimiento de tal fuerza opte por “quemarlo todo” para asegurar que el presente se sustente sobre la aniquilación del pasado es, cuando menos, peligroso. Desde Robespierre en la Francia revolucionaria hasta Mao en la Revolución Cultural, quienes intentaron borrar toda memoria histórica acabaron levantando un árbol sin raíces, condenado a secarse por falta de debate y creatividad.
Si eliminamos todo punto de vista o posición contraria, lo que florecerá será un autoritarismo pasivo: una estructura hueca, incapaz de renovarse, que lentamente se marchitará ante la ausencia de oposición y de elementos que, más que ser contrarios a los nuestros, podrían servir para nutrir el desarrollo del país.
A estas alturas ha quedado claro que al país le sobran explicaciones de por qué los mexicanos, por más que el futbol nos une, sencillamente no podemos terminar de entendernos ni idear una idea en conjunto del país que queremos, pero, sobre todo, que merecemos.
Cuando alguien se empeña tanto en desacreditar el pasado, probablemente se deba a que el presente no tiene poco o nada que ofrecer.
Temiendo la consecuencia de la reforma judicial y sin poder ignorar por qué se hizo, mucha gente desconfía y piensa que esta mutación del sistema terminará suponiendo la desaparición silente e inevitable de uno de los pilares que sostienen la estabilidad y preservación del país.
De las destrucciones modernas de Estados, dos ejemplos destacan por encima del resto. El primero es el de Pol Pot y la devastación de Camboya. El segundo, el de Gaddafi y la creación de la “Yamahiriya” o Asamblea Verde, que consistía en sustituir al Estado por una asamblea permanente sustentada en una ideología basada en el poder popular.
Hoy, la propuesta de reforma judicial sólo podrá despejar las dudas de la ciudadanía si demuestra dos cosas:
1. Transparencia en el nombramiento de jueces, asegurando procedimientos competitivos, públicos y libres de clientelismos. Es decir, que los ganadores no lo serán por suerte ni por una controversial actuación y presentación de su candidatura, como ya ha sucedido con algunas y algunos de los candidatos.
2. Equilibrio efectivo de poderes, probando con el paso del tiempo que tanto el Poder Legislativo, como el Ejecutivo y el Judicial, actúan con independencia, pero también con responsabilidad al momento de velar por el interés común.
Sea cual sea la Constitución que quiera o esté buscando crear la actual fuerza política dominante, esperemos que ésta esté consolidada, proteja el sistema democrático y garantice, en todo momento, la separación de los poderes.