El 28 de abril pasado tuvo lugar un hecho inédito: una fluctuación inesperada en la tensión de la red eléctrica española, por aparente producción excesiva de energías renovables que superó una baja demanda de fluido eléctrico con motivo del periodo de vacaciones (esa fue la versión oficial), dio lugar a un imprevisible apagón que comenzó a las 12:30 minutos al mediodía, que se reparó en su mayoría once horas más tarde.
La condición extraordinaria del fenómeno provocó algunas situaciones de pánico en la población, que acudió a los supermercados para abastecerse de productos esenciales. Afortunadamente, la respuesta de la policía y los bomberos fue oportuna para mantener el orden y auxiliar a las personas, de las cuales algunos centenares quedaron atrapados en elevadores.
Si bien es cierto que los servicios de emergencia en los hospitales y el funcionamiento de la terminal aérea no se vieron interrumpidos con motivo de la inmediata operación de sus propias fuentes generadoras de energía, otros servicios sí que se vieron fatalmente interrumpidos, causándose una afectación mayor a la población: el despacho de gasolina por la interrupción de las bombas, los servicios de telecomunicaciones y, para los efectos de esta opinión que hoy nos interesa, los servicios bancarios.
El avance de las tecnologías de la información y la facilidad que nos proporcionan han facilitado el empleo de aplicaciones bancarias para la realización del pago de los bienes y los servicios que habitualmente adquirimos. Es común observar cómo las personas han favorecido el uso de tarjetas de crédito o los mecanismos alternativos precargados en nuestro teléfono para efectuar el pago de servicios tan elementales como la compra de una taza de café, por encima del uso del dinero en efectivo que nos proporcionan los bancos o que circula con total naturalidad en puestos y mercados reconocidos como parte de la “economía informal” que se expande a lo largo de todo el país.
El gobierno, en sintonía con las corrientes que lo impulsan a lo largo de todo el planeta, ha expresado la pretensión de evitar un uso descontrolado del dinero en efectivo, pues no puede dejar de apreciarse el peligro que la sociedad enfrenta al soslayarse la investigación de la introducción de dinero generado con motivo de actividades ilícitas en el mercado financiero del que nos servimos todos.
Con ese objetivo, la Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita establece algunos lineamientos dirigidos a las instituciones bancarias y financieras, de cuya observancia depende el reconocimiento de algún tipo de actividades que podrían estar ligadas a la criminalidad, razón por la cual debe darse parte con ellos a las autoridades hacendarias y de procuración de justicia competentes, para que, descubiertos los responsables, se hagan las investigaciones y se finquen las responsabilidades legales a que deba haber lugar.
En esa tesitura, las Disposiciones de Carácter General aplicables a las Instituciones de Crédito que expide la Comisión Nacional Bancaria y de Valores han venido cerrando la puerta al uso del dinero con la lógica necesidad e intención de acotar a las bandas criminales dedicadas al secuestro, a la trata de personas, al narcotráfico o al terrorismo.
Lamentablemente, este avance necesario de la amplia regulación administrativa del uso del efectivo ha servido para alimentar teorías de conspiración, que sostienen la descabellada tesis de que el Estado tiene una intención absolutista de coartar nuestras libertades e impedir que ejerzamos nuestro derecho al anonimato tratándose de la utilización del dinero como instrumento de pago.
No siendo propiamente una conspiración del gobierno, no podemos dejar de apreciar cómo, cuando menos con fines de recaudación, es cierto que el uso del dinero se vuelve cada día más limitado e infrecuente, y cómo el desarrollo de las plataformas electrónicas como vehículo de pago se convierte en una alternativa que, por sus propias características, es perfectamente rastreable y, en consecuencia, invasiva de ese anonimato que algunos podrían desear preservar.
Es a colación del deterioro de esa libertad y de esa individualidad que deviene necesario citar lo que establece la Constitución, y lo que ha protegido en sus deliberaciones la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
El artículo 28 constitucional establece expresamente que es una facultad exclusiva del Banco de México acuñar la moneda del país. El artículo 7 de la Ley Monetaria de los Estados Unidos Mexicanos establece expresamente que las obligaciones de pago en moneda mexicana se denominarán en pesos, y se solventarán mediante la entrega, por su valor nominal, de billetes o monedas metálicas del Banco de México.
Lo anterior quiere decir que, existiendo una potestad del Estado de acuñar moneda, y preservándose legalmente la prerrogativa de la ciudadanía para efectuar el pago de sus obligaciones mediante billetes y monedas de esa entidad pública, gozamos de un derecho constitucional para ejercer nuestra libertad de uso del dinero como vehículo para la compra de bienes y servicios.
A pesar de que se ha reconocido tal derecho como medio de pago para proteger la concurrencia de algunos agentes en ciertos mercados, como lo es el del transporte a través de las aplicaciones electrónicas, no hay claridad sobre la validez del establecimiento de ciertos límites a la cantidad de dinero en efectivo que se pueda usar. El bloqueo de cuentas que podría dar lugar a las reclamaciones de constitucionalidad que interesarían presupone la existencia de una actividad ilícita como fuente de esa medida cautelar de aseguramiento del dinero.
Resulta muy claro y entendible que, mientras en nuestra sociedad se conserve la situación extraordinaria de inseguridad en la que vivimos, el anonimato asociado al uso del dinero no podrá regresar como una de las cualidades de ese método de pago.
Habiendo visto el grave problema que podría representar para la funcionalidad de nuestra vida la falta de las plataformas electrónicas como instrumento de pago, acaba siendo esencial que protejamos nuestro derecho al uso del efectivo, con las lógicas limitaciones apegadas a nuestra realidad.