Si uno analiza la economía de Estados Unidos desde una perspectiva basada en indicadores “duros” –aquellos que reflejan lo que efectivamente está ocurriendo en la actividad económica–, el panorama luce sólido. En el último trimestre de 2024, el PIB creció a una tasa anualizada de 2.3 por ciento, superando su nivel potencial. La tasa de desempleo en febrero fue de 4.1 por ciento, lo que se considera pleno empleo o el nivel de equilibrio natural del mercado laboral. Por su parte, en febrero la producción industrial mostró dinamismo, con un crecimiento mensual de 0.7 por ciento. En cuanto a la inflación, también se observó una evolución favorable, retomando su tendencia a la baja ese mismo mes, mientras que la inflación subyacente -–que excluye los componentes más volátiles como alimentos y energía, y que mejor anticipa la tendencia de mediano plazo–, se ubicó en 3.1 por ciento, por debajo del 3.3 por ciento registrado previamente.
En resumen: los indicadores duros muestran a una economía saludable, que ha logrado reducir la inflación sin provocar una recesión y sin un aumento del desempleo por encima de su nivel natural. Si sólo se tomaran en cuenta estos datos, la Reserva Federal probablemente habría decidido reducir su tasa de interés la semana pasada.
Sin embargo, hay una cara menos visible, pero igual de relevante: los indicadores “suaves”, que capturan percepciones, expectativas y niveles de confianza, están apuntando a un deterioro significativo. En marzo, el índice de sentimiento del consumidor que elabora la Universidad de Michigan se desplomó a 57.9, cuando hace apenas un año se encontraba en 80. Esta caída no es menor: refleja un cambio profundo en el estado de ánimo económico de los hogares estadounidenses.
¿A qué obedece esta contradicción entre los datos observables y las percepciones? A las amenazas de nuevas medidas arancelarias. El solo anuncio de que Estados Unidos podría imponer aranceles a un porcentaje elevado de sus importaciones ha generado incertidumbre y preocupación entre consumidores e inversionistas. La razón es clara: estos aranceles reducirían la competitividad del país, aumentarían el nivel general de precios y, de forma indirecta, terminarían afectando también a los exportadores estadounidenses.
Particularmente preocupantes son los aranceles del 25 por ciento anunciados ayer para automóviles y ciertas autopartes. Esta medida, lejos de proteger la economía local, afectará negativamente a las armadoras estadounidenses. Es un golpe doble: al bolsillo de las familias y a la capacidad exportadora del sector manufacturero.
Los defensores de esta política argumentan que los aranceles permitirán crear más empleos en territorio estadounidense. Pero cabe preguntarse: ¿por qué insistir en generar más empleos en una economía que ya está en pleno empleo? Con una tasa de desempleo de 4.1 por ciento, cualquier expansión adicional del mercado laboral corre el riesgo de ser ineficiente y potencialmente inflacionaria.
Lo que estamos viendo, en realidad, es una desconexión entre el presente económico y las decisiones de política que están por adoptarse. Es decir, una economía que hoy por hoy marcha bien, pero que podría verse empujada hacia un escenario de menor crecimiento y mayores precios si se insiste en medidas proteccionistas. Y ese impacto no será sólo de corto plazo.
La historia económica es contundente: no existe un solo país que haya alcanzado prosperidad y desarrollo cerrándose al comercio internacional. Las autoridades estadounidenses sostienen que los aranceles traerán dolor en el corto plazo. Y tienen razón. Pero además los aranceles provocarían un deterioro estructural a mediano y largo plazo, especialmente si estas medidas se mantienen en el tiempo.
En un mundo globalizado, aislarse es renunciar a la posibilidad de ganar competitividad, explotando las ventajas comparativas. Las empresas que enfrentan menos competencia tienden a perder el incentivo a mejorar, y los consumidores terminan pagando más por productos de menor calidad. En el largo plazo, esto se traduce en menos crecimiento, menos inversión y una menor capacidad para generar bienestar.
Los indicadores suaves, así como los mercados accionarios están lanzando una señal: el camino de los aranceles no es una vía hacia la prosperidad sostenible, sino una amenaza real a las expectativas de crecimiento económico.