En la política comercial de Donald Trump, los aranceles no son herramientas; son coreografía. En los primeros cien días de su segundo mandato, el presidente estadounidense ha vuelto al escenario internacional al ritmo de tambores proteccionistas, marcando pasos enérgicos y caóticos que obligan a sus socios comerciales a seguirle el compás o arriesgarse a un pisotón diplomático.
México, como pareja de baile forzada, no puede salirse de la pista, pero tampoco sabe si le están bailando un tango o una batalla campal.
Con una rapidez que recuerda más a la de un DJ improvisando que a un estratega económico, Trump ha impuesto tarifas a productos claves: acero, agroindustria, componentes automotrices. Todo, bajo el ya conocido estribillo de “proteger al trabajador estadounidense”.
Sin embargo, la consecuencia parece otra: subirle la cuenta del supermercado al mismo ciudadano que dice defender. Como si al tapar una gotera con una bota se inundara el resto de la casa.
Para México, esto no es solo un déjà vu de 2018. Es una reedición menos elegante de una película que ya hemos visto: cuando Estados Unidos estornuda, nosotros no solo nos resfriamos, sino que terminamos en urgencias. Con más del 80% de nuestras exportaciones dirigidas a ese país, cualquier viraje de humor en Washington nos sacude como a una balsa en altamar. Pero sería un error quedarnos en la fatalidad.
Toda crisis es también un espejo. Y en este caso, el reflejo muestra que México sigue apostando la mayor parte de su capital comercial a una sola carta. Si Estados Unidos es el protagonista de nuestra novela económica, nosotros seguimos como actor de reparto, esperando que nos den línea. ¿Y si empezáramos a escribir nuestro propio guion?
La diversificación comercial no es una novedad en los discursos, pero sí en la acción. Tratados existen: con Europa, con Asia, con Sudamérica. Lo que falta es convertirlos en rutas reales, como quien tiene un GPS lleno de destinos guardados pero nunca enciende el motor. Trump nos está empujando, aunque sea a empujones, a mirar otros horizontes.
Y aquí entra la segunda posibilidad disfrazada de desastre: el nearshoring. En un mundo donde fabricar en China se volvió más costoso y más riesgoso, México se presenta como la casa de huéspedes ideal: cerca, con buenos servicios y menos impuestos a la vista.
El problema es que muchos inversionistas aún dudan si el dueño de la casa es confiable. La inseguridad, la falta de infraestructura y la incertidumbre regulatoria nos hacen perder puntos. Pero el potencial está ahí, esperando que alguien deje de pintar la fachada y refuerce los cimientos.
Ahora bien, detengámonos un momento. ¿Son realmente los aranceles el mayor peligro? No. El verdadero enemigo del crecimiento no es el acero con sobreprecio ni el maíz encarecido. Es la incertidumbre.
Una amenaza silenciosa que corroe las decisiones de inversión como el óxido a una maquinaria industrial. Cuando las reglas del juego cambian de un tuit a otro, las empresas no invierten, los hogares ahorran por si acaso y los gobiernos titubean. Y la economía, que ya venía con fiebre, entra en hipotermia. El crecimiento se enfría no por falta de recursos, sino por exceso de dudas.
No faltará quien diga que estamos sobrerreaccionando. Que Trump usa los aranceles más como amenaza que como realidad duradera. Que es un negociador, no un destructor. Y hay algo de razón en ello. Lo vimos en el pasado: entre tuits incendiarios y rondas de renegociación, el T-MEC nació no del consenso, sino del cansancio.
Sin embargo, incluso si los aranceles son transitorios, el daño a la confianza no lo es. Para un inversionista global, la previsibilidad es más valiosa que cualquier tipo de cambio. Y Trump convierte la política económica en un tiovivo: uno no sabe si sube, baja o va en círculos hasta marearse.
La pregunta que nos toca responder como país no es qué hará Trump, sino qué haremos nosotros cuando lo haga. ¿Reaccionaremos como siempre, con comunicados diplomáticos y promesas vacías de integración? ¿O finalmente asumiremos que un modelo económico basado en la dependencia es una mesa con una sola pata?
Trump no cambiará. Pero México puede hacerlo. No con discursos, sino con estrategia. Con visión. Con valentía. Porque si seguimos girando alrededor del vecino del norte como un satélite nervioso, cada eclipse comercial nos dejará a oscuras.
Es momento de decidir si queremos seguir bailando al ritmo de Washington o si, por una vez, vamos a componer nuestra propia música. No será fácil. No será rápido. Pero si algo ha demostrado México a lo largo de su historia económica es que, aunque nos cambien el paso, sabemos encontrar el ritmo. Y a veces, incluso, marcarlo.
Esta es una columna de opinión. Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad únicamente de quien la firma y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.