Para quien crea que en el mundo actual ya no hay espacio para las sorpresas, bastaría con cerrar los ojos e imaginar una escena doble: de un lado, el papa León XIV, desde el balcón de San Pedro, pronunciando su primera bendición Urbi et Orbi y haciendo un llamado a la paz universal. En el otro lado, el imponente desfile militar en Moscú, conmemorando el fin de la Segunda Guerra Mundial: el célebre Día de la Victoria, con la narrativa de una victoria esencialmente rusa –o soviética– sobre el nazismo. Un desfile que también buscaba conmemorar a los más de 27 millones de soviéticos caídos, y que estuvo protagonizado por la invitación y asistencia de líderes como Xi Jinping o Lula da Silva, dando una imagen de unidad de ese, el frente que no deja de recordarle a Trump que no está solo.
Los desfiles militares, por definición, se diseñan y se utilizan para intimidar y dar un mensaje de poder. Pero esta vez, mientras los misiles cruzan los cielos de Medio Oriente y las trincheras siguen activas entre Rusia y Ucrania, en la Plaza Roja –desde el mismo punto donde alguna vez Lenin, Trotski o Stalin contemplaron el poderío soviético– Vladímir Putin presumía una exhibición armamentista como pocas veces se ha visto en tiempos recientes.
Simultáneamente, en Kiev, Zelenski conmemoraba a los caídos ucranianos junto al presidente Macron y el primer ministro británico. Rendían homenaje a las víctimas de una guerra que aún resuena en la historia común por casi todo el continente europeo.
¿Y qué significa todo esto?
Para mí, implica una reflexión inevitable: por primera vez, un hombre nacido en el corazón mismo del imperio en decadencia, pero aún dominante –Estados Unidos– ha llegado al papado. La elección de León XIV representa un giro histórico, comparable al que supuso en 1978, la elección de Karol Wojtyla, cuando se convirtió en el papa Juan Pablo II.
En aquel entonces, aunque no lo supiéramos –y es que no hay que olvidar que los regímenes siempre se niegan a aceptar su decadencia– el bloque comunista ya estaba en agonía. El papa polaco, miembro de ese mundo socialista, aunque de forma circunstancial, fue el detonante final de su derrumbe. Desde Gdansk, a través del sindicato Solidaridad, encendió la mecha que volaría el Muro de Berlín y, con él, el orden surgido tras la conferencia de Yalta, esa extraña alianza entre dos democracias y una dictadura para reorganizar Europa después de la guerra.
Juan Pablo II y León XIV simbolizan, cada uno a su manera y en sus respectivas épocas, el fin de una era imperial. Al primero le tocó poner el punto final al comunismo europeo. Al segundo, ahora, le corresponderá colocarle corazón –y lengua castellana– a la larga agonía del imperio estadounidense y buscar contener los múltiples derramamientos de sangre que se están dando de manera simultánea en diferentes partes del mundo.
Los imperios, como los ciclos, tienden a llegar a un fin. Y es profundamente revelador que, en la actualidad, por primera vez desde los tiempos de Mao y Stalin, los líderes de Rusia y China miren en la misma dirección. Aunque con intereses distintos, están consolidando un modelo de mundo que no es el occidental y lo hacen con misiles, tratados, alianzas energéticas y monedas alternativas.
Mientras tanto, en la Plaza de San Pedro, se celebraba una misa papal en inglés –por primera vez en la historia–, con un papa que tendrá la gran tarea de representar una Iglesia que también intenta tender puentes, redefinir su papel y, tal vez, evitar que la reconfiguración geopolítica en curso termine en una guerra total.
La historia me ha enseñado algo simple y aterrador: cuando hay industria de guerra, generalmente hay guerra. Y si no lo entendimos cuando Eisenhower, en 1960, nos advirtió sobre el “complejo militar-industrial” al cederle el poder a John F. Kennedy, deberíamos entenderlo ahora. Hoy, Europa se rearma con un presupuesto adicional de 800 mil millones de euros –fuera del presupuesto oficial y sumándole a la ya alarmante deuda europea– y con Alemania, siempre Alemania, como principal impulsora del renacimiento industrial-militar del continente.
¿Es entonces extraño que Putin organice ese desfile de misiles? ¿Es extraño que lo hayan acompañado Xi Jinping y –aún más significativo– el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, líder de un subcontinente que no habla inglés, pero que también forma parte del tablero global?
Esos son los hechos que importan. No los que llenan titulares cada día, sino los que marcarán nuestro destino durante las próximas décadas, las cuales estarán representadas por la definición del liderazgo y configuración global.
No sabemos qué ocurrirá en cinco años. La inteligencia humana se hace cada vez más escasa, mientras la inteligencia artificial se multiplica. Pero hay algo seguro: sea lo que sea que ocurra, querido lector, sucederá dentro de los márgenes de esta nueva realidad.
En un lado del cuadrilátero: dos dictaduras y una democracia definen la nueva arquitectura del poder global. Y frente a ellos, sólo queda una gran incógnita.
¿Qué India se sumará a la guerra de los imperios?
¿La India democrática, heredera de la tradición parlamentaria británica, de los ingleses y del sistema de correos que dejó el colonialismo? O, ¿será la India de Narendra Modi, que quiere que su país deje de llamarse “India”, recupere su nombre original y renuncie a la referencia derivada del río Indo, al que Alejandro Magno dio nombre?
Como dato curioso, no hay que olvidar que India se llama así gracias a Alejandro Magno. Y Modi representa una nación que no olvida que Occidente pasó por allí, pero no logró erradicar su sistema de castas, sus cientos de dialectos ni su milenaria red de dioses.
El mundo cambia. Los imperios se transforman o se derrumban. Pero la historia, con una lógica implacable, siempre encuentra el modo de repetirse.