Después de atravesar uno de los paisajes más hermosos que he visto —la Reserva de la Biosfera Tehuacán-Cuicatlán, en el estado de Puebla—, entendí que el camino también es parte del encuentro. Allí, entre montañas semidesérticas y cielos amplios, se extiende un mar de cactus columnares: altos, esbeltos, con una sola columna de crecimiento. Son miles, quizás millones, y su silueta crea las estampas más singulares del país.
El camino te lleva a la comunidad de Los Reyes Metzontla, famosa por su barro bruñido. Aún recuerdo el momento en que conocí a las artesanas que trabajan esta técnica con una maestría que solo da el tiempo; superficies pulidas con piedras de río, formas orgánicas moldeadas a mano, piezas que parecen contener el eco de la tierra misma. Fue ahí donde, con esa generosidad tan propia del México rural, nos ofrecieron una comida sencilla pero inolvidable: un trozo de pollo bañado con un adobo que probablemente llevaba un par de chiles secos, un poco de ajo, caldo de pollo y nada más. Lo elemental hecho arte.
En México, visitar un taller artesanal no es solo un encuentro con el oficio, la técnica o el legado cultural, es una experiencia profundamente humana. En pueblos grandes o pequeños, desde el Valle de Oaxaca hasta la Sierra de Chihuahua, los artesanos abren las puertas de su casa o de su espacio de trabajo, pero también las de su cocina. Porque en México, la hospitalidad se sirve en plato sencillo, pero con el alma llena.
Es común que, al llegar a una comunidad, el visitante sea recibido con una sonrisa y, poco después, con un gesto que dice mucho más, una tortilla recién salida del comal, un taquito de frijoles, un pedazo de pollo en adobo casero, o las naranjas de su huerto. No importa si uno va por trabajo, por curiosidad o por admiración, para los artesanos, compartir comida es una forma de honrar al visitante, de hacerlo sentir parte del entorno.
Pero la generosidad no termina ahí, con la misma calidez con la que ofrecen alimento, los artesanos están siempre dispuestos a compartir sus saberes. Explican con detalle cómo se prepara el barro, cómo se tiñen los hilos con tintes naturales, cómo se talla la madera o se teje la palma. Hacen demostraciones con orgullo, sabiendo que su oficio es también una forma de contar su historia.
Los alimentos que se ofrecen varían según la región, pero hay una constante, la sencillez y la entrega. En zonas rurales, donde todo se hace con las manos, también lo está la comida, tortillas de nixtamal recién molido, cocidas sobre leña; frijoles hervidos con epazote; salsa machacada en molcajete; quizás un poco de queso fresco o un huevo con chile. Es festín entre belleza.
En Chiapas, una señora tzotzil puede ofrecerte un café de olla y pan de maíz, mientras te muestra la urdimbre y la trama. En Jalisco, un alfarero comparte contigo una gordita de maíz azul, mientras seca al sol su barro bruñido. En Yucatán, es posible que te den chaya con huevo, mientras te enseñan el bordado contado con hilos de algodón. En cada caso, la comida es parte del diálogo, del tejido invisible que conecta a quien crea con quien llega.
No es raro que, al salir, uno no solo lleve una pieza de barro, un telar, una máscara o un sombrero, sino también el sabor de un momento compartido. Esa comida modesta, local, hecha con cariño, se convierte en un recuerdo imborrable, una forma más de entender que el arte popular en México nace del corazón… y también del fogón.