En días pasados, el gobierno mexicano presentó el Plan Nacional de Desarrollo, así como el Plan México, los cuales contienen una serie de propuestas para el desarrollo del país, pero sin que se defina una clara estrategia para enfrentar el cambio de paradigma que existe en el entorno internacional, la manera en que nos afecta y nos afectará en el mediano y largo plazo, y cómo nos podríamos preparar para superar los nuevos retos. En ciertos momentos parece que solo son una serie de objetivos y deseos sin conexión entre sí, sin indicar de dónde se obtendrán los elevados montos de recursos requeridos.
En las pasadas tres décadas, México siguió un modelo de desarrollo económico, cambiando el de sustitución de importación a uno basado en exportaciones, que permitió evitar las crisis sexenales y logró regresar al crecimiento, aunque todavía insuficiente, pero mayor al actual. Para lograrlo se hicieron algunos cambios, pero fueron insuficientes para lograr un desarrollo sólido y estable. Por ejemplo, se eliminó el tipo de cambio fijo por uno variable, que ha evitado que se repitan las fuertes crisis cambiarias y que ha permitido ajustes paulatinos a los exportadores y a los importadores. Se creó una comisión de competencia para evitar que las empresas privadas ejercieran prácticas monopólicas, lo que benefició a los consumidores de manera notable; pero se mantuvieron muy relevantes monopolios públicos, entre ellos, Pemex y CFE, a pesar de algunos valiosos esfuerzos para que operaran como empresas privadas sujetas a competencia. Se constituyó un banco central con autonomía de operación, que ha sido fundamental para controlar la inflación, lo que es una condición necesaria para que funcione el sistema de precios, y otros más, pero todavía insuficientes.
Sin embargo, en este momento existe un cambio de paradigma en el entorno internacional, que parece modificar de manera fundamental la manera en que operan las relaciones globales de los países, así como el sistema económico mundial. Esto ha venido sucediendo en los últimos años, por el importante crecimiento económico de China de las pasadas dos décadas y por la invasión militar de Ucrania por parte de Rusia. Pero el proceso se acelera, de manera drástica, con la llegada de Trump a la presidencia de los Estados Unidos.
El hecho de imponer aranceles a la gran mayoría de países rompe el proceso de reducir estos impuestos en el mundo, que se había seguido en los pasados cien años. Hay que enfatizar que el comercio internacional hace que los distintos productores del mundo compitan entre sí, lo que beneficia a los consumidores, principalmente a los más pobres, y fomenta la investigación y el desarrollo tecnológico. Para comprobar esto basta ver los productos existentes en cualquier supermercado y compararlos con los que había hace 20 o 30 años.
Parece que la estrategia que sigue Trump al imponer tantos y tan diferentes aranceles a las importaciones parte del supuesto de que los Estados Unidos proporciona al mundo “bienes públicos globales”, que no se le pagan. Estos son la seguridad que da a los países, es decir, su labor de “policía del planeta”, lo que ha propiciado el periodo de paz más largo que ha tenido la humanidad. El otro beneficio que proporciona es el mantener un sistema financiero y de una moneda de reserva que permite realizar las operaciones de comercio en el mundo. A pesar de proporcionar estos dos servicios básicos, los gobiernos no solo no los pagan, sino que se “aprovechan” de los Estados Unidos al tener un superávit comercial y exportar productos que destruyen sus empleos. Por lo mismo, piensa que ahora es momento de cobrarlos.
Esto explica por qué castiga más a sus amigos y socios, como son Europa, Canadá y México, así como a China y menos a Rusia. Sin embargo, parte de dos supuestos básicos erróneos. El primero es que no considera que el déficit comercial de EU resulta de su elevado déficit fiscal y el segundo es que tampoco valora que tener la moneda global le permite tener el control del comercio del mundo, y pagar bienes y servicios de todo tipo solo con papel, es decir, a una fracción de su costo. La gran mayoría de los gobiernos quisiera tener este poder.