La puesta en escena de ayer en la Casa Blanca es tan alarmante o más que la confrontación arancelaria global activada por Donald Trump desde su arribo al poder.
Este lunes, el presidente estadounidense recibió en el Despacho Oval a su similar, nunca mejor dicho, de El Salvador, Nayib Bukele. Se trata de dos mandatarios tan poderosos en sus respectivos países como abiertamente desdeñosos del Estado de derecho.
La sintonía y la simpatía entre ellos se traduce en un riesgo para ciudadanos de cualquier país, incluso Estados Unidos mismo. Porque Trump, se ha informado, no descarta recluir en las prisiones de Bukele a ciudadanos estadounidenses.
Atestiguar la forma en que fraternizan ambos presidentes, y sobre todo, la manera en que desdeñan el destino de una persona que por “error administrativo” fue desterrada de Estados Unidos y encarcelada en El Salvador, es como ver la precuela de El cuento de la criada.
¿Es exagerado decir que el libro de la canadiense Margaret Atwood, también adaptado en una serie, con sus dictadores teócratas está a poco de quedarse corto?
Trump y Bukele desdeñan la petición de la Suprema Corte de Estados Unidos para repatriar al residente legal de origen salvadoreño Kilmar Armando Ábrego García. Uno y otro se encogen de hombros lo mismo ante los ruegos de su familia que frente a críticas de juristas y activistas.
Ábrego García migró sin documentos a Estados Unidos, pero pudo permanecer ahí gracias a que Washington dio credibilidad al alegato de que si volvía a El Salvador su vida correría peligro. Eso fue antes de Trump. Ahora la administración abandona a su suerte a Kilmar.
El mensaje es ominoso. Nada importa más a Trump que cultivar su imagen de duro e inflexible en política migratoria. Sobre todo, lo cual es muy preocupante para México, ahora que su guerra comercial tiene hoyos en la línea de flotación.
Trump y Bukele pretenden sociedades obedientes, prensa silenciada y nulos contrapesos. Si el segundo ya se reeligió cambiando a modo las leyes, el primero ya dijo que buscar un tercer periodo no es broma.
Y ambos prometen más seguridad a costa de derechos, más discrecionalidad de los gobernantes en detrimento de los diques que sirven para prevenir y contener errores, autoritarismos y atrocidades.
Una vez más la realidad hace pininos al disputar a novelas como la citada de Atwood el delirio de excesos e injusticias probables cuando una democracia se deschaveta por los abusos de unos y la pasividad e impotencia de muchos.
La suerte de Kilmar Armando Ábrego García podría ser la de cualquier ciudadano entregado a un destino, además de incierto e injusto, inhumano: sus derechos pisoteados para robarle dignidad, a fin de que otros sientan miedo de alzar la voz y de protestar en solidaridad.
Por eso, Trump y Bukele se niegan a regresar a Kilmar a su familia: para que la gente crea que el poder de aquellos es irremontable. No lo es. Porque eso de “la dictadura perfecta” –Vargas Llosa, desde luego– fue genial porque subrayaba un oxímoron.
La democracia es imperfecta, pero tiene la virtud de que sus hijas e hijos reconocen las deficiencias de ese modelo. Todas las dictaduras son aún más imperfectas.
Envanecidos por el poder, Trump y Bukele no advierten que sus presidencias serán deslavadas por quienes añoran la imperfección de jueces que interfieren, prensa que molesta y ciudadanía que exige derechos.
Mejor una democracia que se sienta agraviada porque cualquier Kilmar es sobajado, que una donde los presidentes acuerdan el destino de las personas como si de un mondadientes se tratara.