Podría decir que llevo una década escribiendo. Pero no sería cierto. Escribo desde antes de entender las palabras, desde que jugar era ya una forma de narrar. Me recuerdo arrastrando una Olivetti verde —pesada como un secreto antiguo— que es de mi madre. Me costaba abrir su estuche, ese que protege algo más que metal: una herencia que sigue viva. Tecleaba sin saber qué decía, como si buscara una lengua aún sin nombre. Luego subía al escritorio color gris de mi padre y, con toda seriedad, dictaba discursos a una audiencia invisible.
Tampoco sería cierto que mi mirada crítica nació con la edad. Tenía cinco años cuando salí del preescolar molesta: “No tiene caso ir”, le dije a mi madre. “Las maestras se sientan a platicar bajo el sol y nosotros tomamos el té solos, con frío”. Aquella fue, quizás, mi primera columna. Una observación escrita con la voz.
Con el tiempo entendí que escribir no era solo una forma de expresión: era una forma de sostenerme. Mi abuelo Antonio me lo mostró sin palabras. Cada mañana, incluso cuando sus ojos ya se rendían, se sentaba con su café y su diario. Era su brújula. Cuando empecé a escribir para EL FINANCIERO, pensé en él. No en la columnista: en la nieta. Su ritual ahora también es mío. A veces lo imagino leyendo mi nombre entre las páginas. Y con imaginarlo, basta.
Usted, lector de papel, que acompaña su café con palabras impresas, también forma parte de esta historia. Usted que pasa las páginas como quien escucha con atención, que sabe que hay columnas que se recortan, que se guardan, que se vuelven compañía. Que recuerda cómo se aprendía el mundo sin pantallas, sin prisa.
Y usted también, lector de pantalla, que llegó aquí por un enlace, que guarda las columnas en el celular, que comparte, comenta, archiva. Usted que habita una generación sin fronteras entre lo cercano y lo remoto, entre el instante y la historia. Usted que lee en movimiento, pero con profundidad.
Durante este tiempo he escrito sobre migración, pero también sobre sus territorios invisibles: las niñas que caminan solas, las mujeres que cruzan sin garantías, los hombres devueltos como si fueran objetos. He escrito sobre leyes que criminalizan la vida, sobre presidentes que prometen poco y cumplen menos. Sobre la distancia entre el poder y las personas.
Pero también he escrito sobre quienes resisten. Sobre Leonila, que cocina arroz para los que llegan. Sobre comunidades que se organizan donde el Estado no alcanza. Sobre ciudades que actúan sin permiso. Sobre la movilidad como derecho. Sobre el talento que viaja desde el sur. Sobre el cuidado como economía. Sobre el voto como forma de pertenencia. Sobre los rostros que hoy nos dan esperanza.
Todo esto ocurrió mientras el mundo temblaba. Despedimos siglos, papas, certezas. Vimos torres caer, volcanes surgir, pandemias detener la historia. Fronteras que se endurecen. Otras que se desvanecen. La Tierra reclamando su lugar. Y nosotros, buscando sentido.
Somos una generación marcada por la transición. Por las preguntas. Por la herencia y por el cansancio. Aprendimos a leer entre líneas y a traducir pantallas. Hijos del papel, nativos del algoritmo. Cargamos la nostalgia de lo lento y la urgencia de lo inmediato. Llevamos en la mochila promesas de futuro y facturas del pasado.
Yo también he cambiado. No sé si he llegado a algún lugar, pero he tomado posición. No desde la neutralidad —que es solo comodidad disfrazada—, sino desde la conciencia. Escribir no es describir: es decidir. Es señalar lo que no debe seguir ocurriendo, aunque ocurra todos los días.
Hoy cierro esta década con la misma convicción con la que, de niña, subía a aquel escritorio y dictaba mis discursos a la nada. Pero ahora escribo con más herramientas. Con más memoria. Y, sobre todo, con más urgencia.
Antes del fin
No todo tuvo sentido al comienzo. Ni siquiera ahora. Pero escribí igual. Como quien lanza una cuerda al vacío esperando que alguien la tome. A veces, esa cuerda me salvó a mí.
No escribí por saber. Escribí por no entender. Por mirar algo injusto y sentir que, si no lo decía, me callaba también por dentro. Escribí porque no quería acostumbrarme. A nada.
Con el tiempo descubrí que uno no elige lo que lo habita. Pero puede elegir si lo dice. Y decirlo —eso sí lo aprendí— no te libra del miedo, pero lo vuelve camino.
Hoy, al cerrar esta década, no tengo un mensaje final. No hay lección. Solo esto:
Cuando no sepan por dónde seguir, escriban. Aunque no se entienda. Aunque duela. Aunque tiemble. Porque escribir —al final— es otra forma de vivir con verdad.
Gracias por encontrarnos cada jueves.
Gracias por hacer que valga.