La democracia fue diseñada para sociedades menos complejas que la actual, por eso se ha transformado y lo ha hecho conservando principios, pero con diferencias estructurales, dependiendo de la experiencia histórica de cada nación. Así surgieron la democracia representativa y las diferentes formas de elegir a los órganos colegiados legislativos, de impartición de justicia, administrativos o, incluso, a los propios jefes de Gobierno (primeros ministros o presidentes) o jefes de Estado (presidentes o monarcas).
Si el jefe de Estado en una nación es un monarca con sucesión hereditaria, ¿podemos hablar de democracia? En la actualidad, depende del grado de poder que se concede al monarca y de la forma en que se eligen el resto de poderes: no es lo mismo España que Arabia Saudita.
Apenas a principios de abril, algunos vimos con optimismo que en las elecciones para ocupar el Tribunal Supremo de Wisconsin, Susan Crawford (jueza liberal, respaldada por los demócratas) derrotó a su rival conservador Brad Schimel (con apoyo propagandístico y financiero de Elon Musk y el propio Donald Trump), con lo que se mantiene una mayoría liberal en el máximo tribunal del estado. Musk intentó de manera bastante explícita realizar una compra de votos, pero fracasó. ¿Es más o menos democrático ese sistema?
La democracia es inacabada y nunca ha sido estática; sus cambios y transformaciones se han debido a diferentes causas.
En el caso mexicano, probablemente a la conjunción de variables como una acumulación de fraudes electorales, movilizaciones sociales, cambio generacional, actos represivos, insurgencia armada, presión internacional (cuando pretendíamos salir al mundo e inscribirnos en la globalización y el libre mercado) y voluntad política.
Hoy, cuando la tecnología de la IA irrumpe en el escenario de la disputa democrática por el poder, no acabamos de superar la dicotomía catastrofismo-triunfalismo. Del lado pesimista se señala la pérdida de capacidad de decisión individual que el uso extendido de algoritmos digitales en la vida pública y privada entraña. Autores como José María Lassalle advierten que una nueva forma de poder se está gestando: un Ciberleviatán que amenaza con destruir las democracias liberales. Para Lassalle, en un mundo cada vez más complejo, el sueño liberal del ciudadano-propietario que podía tomar decisiones políticas autónomas ha llegado a su fin. La técnica se está imponiendo a la agencia humana.
Del lado más optimista, se insiste en que la IA nos ayudará a comprender y actuar en un mundo cada vez más complejo. Se nos promete eficiencia, desarrollo y prosperidad digitales. ¿La democracia se fortalece o se debilita ante la IA?
Hay dos aspectos esenciales de la democracia en los que la Inteligencia Artificial tiene incidencia: la conversación y las decisiones públicas. Antes del algoritmo, la información que se le presentaba a los ciudadanos dependía directamente de los medios de comunicación —dominados por conglomerados con intereses económicos y políticos—, los consumidores estaban expuestos más o menos a la misma publicidad —si bien no tan personalizada como ahora, sí cuidadosamente diseñada, ¿recuerdan Mad Men?— y la agenda política se determinaba por la confluencia de todas estas fuerzas y la intervención de los representantes políticos y los líderes sociales (agenda setting).
Ahora, los algoritmos, opacos pero eficaces, median la conversación pública y el acceso de los ciudadanos a cualquier tipo de información. El discurso político, incluso cuando se produce en el viejo mitin, nos llega a través de filtros digitales. Así surge la posverdad, o como dice Pepa Bueno, se rompe “el consenso sobre lo que es la realidad”. La creación de burbujas digitales divide el cuerpo político de las naciones. El demos se fragmenta y polariza.
Las decisiones públicas se formulan a partir de diagnósticos elaborados desde una posición política específica, con ciertos datos, y en función de la correlación de fuerzas entre los actores que influyen en la decisión.
La Inteligencia Artificial, el Big Data y el uso de algoritmos para la toma de decisiones micro y macropolíticas se suman a esta lista. En este sentido, el problema principal con los algoritmos es su falta de transparencia. Al fin y al cabo, ¿a quién rinde cuentas la Inteligencia Artificial? ¿Al usuario que la emplea? ¿A quién la diseña?
Para formular una política del futuro o una nueva “gobernanza algorítmica” (Daniel Innerarity), tenemos que construir cuidadosamente un nuevo marco político, moral y legal.
Para ello será clave la democratización de los algoritmos, es decir, que su funcionamiento no esté controlado únicamente por multinacionales o amigos de Trump. De lo contrario, el Ciberleviatán nos espera.
Lectura recomendada: El algoritmo paternalista de Ujué Agudo y Karlos Liberal (Katakrak).
Gracias a LGCH por su apoyo invaluable.