A lo largo de mi vida profesional he tenido la oportunidad, la dicha y la responsabilidad de acompañar a cientos de personas que deciden dar un manotazo en la mesa: denunciar. No hablo de empresarios, servidores públicos o clientes de alto perfil; me refiero a las y los mexicanos, mujeres, hombres, niñas y niños, personas que han sido víctimas del delito y que, en medio del dolor, del miedo, de la incertidumbre, se levantan para presentarse ante la autoridad y transformar todo en esperanza, que se les crea, que se les escuche y que se les proteja.
Es así que he adquirido la experiencia de que denunciar en México no es fácil. Es un acto de profunda e inmensa valentía. No basta con narrar lo acontecido, sino que hay que resistir a las preguntas, contarlo una y otra y otra vez, firmar documentos interminables, esperar horas, enfrentar dudas y, en la mayoría de los casos, soportar el trato insensible e indiferente con el que se manejan aquellos que supuestamente están llamados a proteger.
La ley establece que el sistema debe estar diseñado y enfocado hacia las personas. Que la víctima debe recibir una atención digna y que debe respetársele su derecho humano de acceso a la justicia. La ley lo prevé todo, pero en la práctica, la mayoría de las veces, las víctimas se enfrentan a un camino lento, burocrático y desesperante. Lo que debería ser un proceso de acompañamiento, de restitución, de obtención de la verdad, se convierte en una ruta de desgaste físico, económico y emocional.
Acompañar a una víctima en todo esto es ver de cerca cómo la inactividad institucional también lastima. Es enfrentarse a mesas de atención al público que no brindan atención al público. Es estar atrás de personas que te contestan con “está en revisión, Lic.”, “todavía no lo turnan, Lic.”, “el MP está en acuerdo, Lic.”, a llamadas que no se devuelven, a escritos que no se contestan. Es presenciar cómo la espera también es una forma de violencia.
Sin embargo, he presenciado aquello que trasciende todo esto: la fuerza, la resiliencia. He sido testigo de cómo, poco a poco, muchas víctimas dejan de definirse por lo que les ocurrió y comienzan a construirse desde lo que están enfrentando; dejan de tener miedo; dejan de callar; incluso, aprenden a litigar; comienzan a exigir; se convierten en ciudadanos activos, con voz. Y esa transformación es, quizás, una de las expresiones más puras de justicia; es, quizás, lo que me mantiene en esta lucha.
Después de todo, el derecho penal no puede, ni debe, limitarse solo a castigar; su propósito es, o debería ser, el reparar, el reconocer y resarcir el daño. El objeto del derecho penal, entonces, debe ser restituir en el goce de sus derechos humanos y de sus bienes jurídicos tutelados a aquellos ofendidos. La justicia penal no solo versa en castigar al culpable, sino que debe también enfocarse en sanar a la víctima, con humanidad, inteligencia y respeto.
Comprendo que hay mucho por corregir. Hay fiscalías rebasadas, muchos servidores públicos sin vocación y vivimos bajo un sistema colapsado. Pero también sé que aun hay agentes del ministerio público comprometidos, abogados valientes y juzgadores que sí escuchan, pues he tenido el privilegio de coincidir con ellos. Son estos quienes marcan la diferencia.
Por eso, reitero, aun cuando me siento derrotado, reflexiono y observo que la respuesta está allí, que lo que nos inspira está frente a nuestros ojos, en las víctimas que deciden no rendirse.
No todo se resuelve, no siempre hay condena y no siempre hay reparación integral; pero si el camino se recorre con dignidad, al menos queda certeza de que la víctima no estuvo sola y que levantó la voz en contra de su agresor. Y, a veces, solo eso, ese acto de presencia o acompañamiento, es el inicio de la verdadera justicia.