Con la muerte del papa Francisco, el mundo despide no solo al primer pontífice latinoamericano, sino también a un hombre profundamente humano que encontró en los pequeños gestos —como compartir una comida sencilla— una forma de espiritualidad. Jorge Mario Bergoglio, nacido en Buenos Aires en 1936, en el seno de una familia de inmigrantes italianos piamonteses, creció en un hogar modesto donde la mesa era el corazón del día.
De niño, Jorge Mario comía lo que se preparaba con amor en casa, como polenta con tuco, una salsa versión argentina del ragú italiano, receta que forma parte de la memoria de millones. Su nombre no proviene del italiano estándar, aunque suena como tal, es más bien una adaptación local del tuccu genovés, un término del dialecto ligur que usaban los inmigrantes italianos que llegaron a Argentina y Uruguay en los siglos XIX y XX. Con carne picada —chorizo, osobuco o pollo—, cebolla, ajo, tomate, y especias como orégano y laurel, y se cocina a fuego lento.
También eran comunes en su mesa sopas de verduras, empanadas caseras, milanesas con puré de papas y, en días especiales, ñoquis del 29 con salsa. Esta costumbre, traída por los inmigrantes italianos al Río de la Plata, incluía el ritual de colocar una moneda debajo del plato para atraer la abundancia, una tradición que él conservaría incluso ya como papa.
Era devoto de los postres simples como el dulce de leche con pan, helado de crema, higos en almíbar o una cucharada de miel con limón cuando tenía resfriado.
Ya en Roma, Francisco sorprendió al rechazar los lujos vaticanos. No quiso vivir en los apartamentos pontificios y prefirió la residencia Santa Marta, donde desayunaba café con leche y medialunas, un tipo de pan dulce muy popular en Argentina, Uruguay y Paraguay. Se parecen visualmente a los croissants franceses. Al mediodía comía lo mismo que los demás, sopa, pasta, pollo al horno o pescado a la plancha. Sus hábitos sencillos hablaban de una coherencia radical con su mensaje; el Evangelio también se sirve en la mesa.
Pero su legado gastronómico no termina en lo íntimo. Como líder mundial, alzó la voz contra la cultura del desperdicio. “Tirar comida es como robar de la mesa del pobre”, afirmó. Respaldó iniciativas de distribución de excedentes y alentó una economía circular. Fue aliado de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), a la que visitó en más de una ocasión, y apoyó abiertamente el trabajo del Programa Mundial de Alimentos, insistiendo en que el hambre no es un problema técnico, sino ético. En sus discursos, recordaba que detrás de cada plato vacío hay una injusticia estructural que interpela a los gobiernos, a las empresas y a cada ciudadano, y urgía a construir un sistema alimentario más justo, sostenible e inclusivo, donde nadie quede excluido del derecho básico a alimentarse con dignidad.
En la encíclica Laudato si’ (2015), Francisco unió el derecho a la alimentación con el cuidado del planeta, denunciando sistemas agrícolas que destruyen suelos y marginan campesinos. A menudo recordaba que “Dios perdona siempre, los hombres a veces, pero la Tierra no perdona nunca”. Igualmente respaldó movimientos de agricultura familiar, mercados locales y proyectos comunitarios de cultivo en barrios marginados.
Una de sus anécdotas favoritas era la de su abuela Rosa, quien le enseñó el valor del trabajo y la importancia de no desperdiciar nada. Ella solía decirle: “La comida se respeta porque costó trabajo ganarla”. Ese principio lo acompañó hasta el final.
Hizo del acto de comer un lugar de encuentro, de justicia y de fe. Recordó que partir el pan, literal y simbólicamente, es la forma más directa de amar al prójimo. En un mundo dividido por la desigualdad, su mensaje fue claro; el hambre no se combate con compasión organizada y voluntad política.
Comer, decía Francisco, es un acto sagrado. Y su vida fue testimonio de ello.