Madrid.- La iglesia humilde y misionera de Francisco tiene en el cardenal filipino Luis Antonio Tagle al candidato de la continuidad y de la renovación generacional.
Existe el dicho, que se repite cada vez que inicia la elección de un nuevo pontífice, que “el que entra al cónclave como papa, sale de él como cardenal”. Es decir, pierde.
Tal vez. La realidad es que la sucesión papal se trabaja con antelación, porque dentro del colegio cardenalicio conviven corrientes con distinta visión sobre el rumbo que debe tomar la Iglesia y entre ellas protagonizan una auténtica lucha por el poder.
(La película Cónclave es un ejemplo, exagerado, pero no malo de esa lucha, salvo por los 15 o 20 descocados minutos finales).
Ahora el cardenal que más se apega a lo que debe ser la Iglesia, en la visión de Francisco, es Luis Antonio Tagle.
Francisco lo puso en la primera línea de la sucesión. Como hizo Juan Pablo II con Ratzinger, como hizo Benedicto XVI con Jorge Bergoglio.
Con “apenas” 67 años, nacido en Manila y a quien apodan Chito, Tagle es filósofo y teólogo y llegó a Roma llamado por el cardenal Joseph Ratzinger en 1977 para integrarlo a su equipo en la Comisión Teológica Internacional que encabezaba el purpurado alemán en la época de Juan Pablo II.
Ya como papa, Benedicto XVI lo nombró obispo metropolitano de Manila y a finales de 2012 lo hizo cardenal.
Jorge Bergoglio, ya como papa Francisco, hizo elegir a Tagle en el cargo de presidente de Cáritas, el brazo social de la Iglesia.
El papa Francisco reformó la Constitución del Vaticano, y entre los cambios hubo uno sobresaliente: en el organigrama subió de rango al Dicasterio (secretaría, diríamos en México) para la Evangelización, que se encarga de la iglesia misionera en el mundo, sobre el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio, es decir la Inquisición.
La misericordia y la atención a los más vulnerables eran la savia del papado de Francisco. Al frente de ese dicasterio, que era la niña de sus ojos, puso al cardenal filipino Luis Antonio Tagle.
Contrario de la teología de la liberación, lo que le valió la calumnia de los sectores más rencorosos del peronismo (donde se encontraban los Kirchner) de haber sido un “colaboracionista” con la dictadura argentina, Jorge Bergoglio nunca dudó en hacer de su preocupación principal por los marginados la esencia de su labor pastoral.
Los marginados por su pobreza, por su edad, por su salud vulnerable, por sus preferencias sexuales, por su estado mental, por sus ideas políticas o religiosas, fueron el objeto central de su trabajo.
No entendía de otra manera la función de la Iglesia y vivió de manera consecuente con lo que pensaba. Ya como cardenal y arzobispo de Buenos Aires, no tenía chofer, ni coche, se lavaba sus calcetines, se preparaba la comida e iba diario a los barrios bravos de la capital porteña, a sus cárceles.
Era humilde de corazón y eso chocó a los farsantes de la izquierda enriquecida de su país y con la iglesia vertical y, en algunos casos, semifeudal, como la española.
Tomo algunas anécdotas del libro El loco de Dios en el fin del mundo, del escritor español –ateo– Javier Cercas, cuya lectura recomiendo. Poco después de haber sido elegido papa mandó poner baños con ducha en un costado del Vaticano, para los pordioseros que vivían en la calle.
Una vez falleció un mendigo, en la intemperie fría del invierno romano, afuera de la Plaza de San Pedro. Francisco ordenó que lo enterraran en el Vaticano, donde yacen algunos príncipes de la Iglesia.
No era demagogia, sino poner el ejemplo. El ejemplo que pedía a los misioneros: no proselitismo, ejemplo, traten de parecerse a Jesús.
Cierta vez recibió en Buenos Aires la visita del cardenal mexicano Norberto Rivera Carrera. Luego de las conversaciones, nuestro ilustre duranguense, que gustaba de la buena mesa, le dijo que fueran a cenar. Bergoglio le dijo que sí, por supuesto, y lo invitó a su departamento donde comieron pollo cocido con verduras hervidas, y siguieron la plática.
En dos semanas, o algo menos, empieza el cónclave donde habrá de salir el sucesor de Pedro, el pescador de Galilea que era el menos espiritual de los discípulos. Cuenta el evangelio de Lucas (5:10) que Jesús le dijo a Pedro: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”.
Pedro le había dicho “aléjate, que soy un pecador”. Y lo eligió a él para edificar su Iglesia.
Cuando Bergoglio obtuvo los dos tercios de la votación de los cardenales en el cónclave del día 13 de marzo de 2013, le dijo a sus colegas algo parecido: “¿cómo? Yo soy un pecador”. Lo decía en serio, y lo repitió tiempo después, ya como papa, en una entrevista con el director de la revista La Civilitá Católica: “Si yo tuviera que definir quién soy, diría que soy un pecador”.
Se equivocó una y diez veces durante su pontificado, lo admitió y ofreció disculpas.
La clave para su pase a la historia es no haberse equivocado en su sucesión. Él nombró a la mayoría de los cardenales que asistirán al cónclave que arranca los primeros días de mayo.
Su lucha es con la Iglesia tradicional, no pocas veces corrupta y encubridora de las peores atrocidades, pederastia, por ejemplo.
Ratzinger también se enfrentó a su poder y fue vencido.
Pero el sabio Benedicto XVI tuvo la inteligencia para darle la vuelta con una maniobra política victoriosa que pareció “concertada” entre Maquiavelo y el Espíritu Santo.
Ratzinger, es decir Benedicto XVI, ya no tenía fuerzas para hacer frente a los escándalos de corrupción, crímenes y pederastia cometidos bajo el manto protector y la complicidad de la curia vaticana.
Benedicto anunció su salida del papado, pero no en un ataúd, sino que en una acción deliberada dimitió para manejar en vida su sucesión y vencer a los poderosos adversarios internos.
Dentro de poco conoceremos el desenlace de esta larga batalla por el corazón de la Iglesia católica que Francisco quería humilde, misionera, fortalecida con nuevos bríos y nuevos creyentes.
Y ese horizonte ya no está en Europa, sino en Asia.
Filipinas, tal vez sea un buen comienzo.