No existen motivos para siquiera permitirse el consuelo de que el descubrimiento del campo de exterminio de Teuchitlán, Jalisco, supone un punto de quiebre sobre la epidemia de muertes violentas y desapariciones que abrasa a la población más pobre de México.
Hay que poner las cosas en orden. Esos jóvenes pobres (la mayoría lo son) son engañados, sometidos, secuestrados, alienados y, finalmente, eliminados o puestos a matar y/o a ser asesinados, porque la impunidad perpetúa un sistema donde las probabilidades de los más vulnerables a escapar a esa desgracia son remotas.
El macabro hallazgo de Teuchitlán se origina en la precariedad de las víctimas. Iban a citas de trabajo. Vaya paradoja: buscaban sustento, para ellos, para su familia, para hacerse un futuro. El destino en un país sin justicia se burló de su intento de escapar a la adversidad.
Los pobres caían por oleadas en Teuchitlán porque la marginalidad es multidimensional. Quien sobrevive en un ambiente que cercena oportunidades puede ser presa fácil de criminales; y tras desaparecer, ¿con qué recursos sus familias emprenderán la búsqueda, sostendrán la demanda de justicia ante la autoridad y el reclamo para conmover a una sociedad indolente?
Hablando de poner las cosas en el orden correcto: no es cierto que las autoridades no supieran del predio donde se encontraron 400 zapatos. La policía en México siempre se entera de mucho más de lo que procesa, mas sus incentivos no son cuidar a los pobres. Al contrario.
La labor policiaca se enreda en una espiral más o menos así: si pueden extorsionar a quien sorprenden en un ilícito, proceden (los pobres, que no se pueden dar el lujo de abogados, más); si pueden desentenderse de quien les represente una amenaza, lo harán, así sea a costa de dejar a personas en manos criminales, y, si pueden, combinan ambas cosas: completarán sus raquíticos ingresos, compensarán las cuotas que les son impuestas por sus jefes, y tendrán mejores probabilidades de no ser alcanzados por la muerte o lesión discapacitante, por una pasividad recompensada por esos que someten a poblaciones, esos que arman ejércitos de espías y asesinos, esos que, en términos prácticos, les suplantan como verdaderos agentes de un, así sea retorcido, orden.
Y si el policía de cuadrante se entera de quién hace qué en el territorio, claro que también se puede enterar el Ejército, el alcalde, la seguridad estatal o federal y, desde luego, el respectivo gobernador.
Lo que impera, claro, con respecto a la violencia y a otras obligaciones gubernamentales, es que las autoridades eligen no “enterarse”. Ni de que no hay medicinas en los hospitales, ni de que policías y fiscales no detectan campos de exterminio, ni mucho menos buscan desaparecidos.
Esa es la normalidad en México: vivir se trata de hacer todo lo posible por escapar de la pobreza, de alejarte de sus fatídicas complicaciones.
Si bien lo anterior no empezó este siglo, tampoco ha mejorado desde 2018, cuando llegó al poder un grupo que al tiempo que promete que primero los pobres, deja solas tanto a las madres buscadoras de los desaparecidos o asesinados lustros atrás, como a las familias cuyos hijos, ya en los años de la transformación, se volvieron fantasmas.
Nada ha cambiado en siete años, y Teuchitlán nada cambiará. Tan es así que subsiste, con las nuevas autoridades, la insoportable retórica que no ve en desaparecidos o asesinados a víctimas de quienes se carcajean del discurso sobre el Estado de derecho.
Los muertos, dicen autoridades como las de Oaxaca, en el caso de los tlaxcaltecas que “desaparecieron” para “aparecer muertos”, son sospechosos de su destino. ¡Claro! Quién les manda no ser ricos.