Tras el nacimiento de la sociedad industrial, uno de los principales elementos que caracterizaron el desarrollo de los pueblos fue el concepto y la idea de seguridad. Primero, de la seguridad jurídica y territorial, pilares fundamentales para la estabilidad de cualquier nación. Segundo, la seguridad en su sentido más primario: la certeza de que uno mismo y sus posesiones estaban protegidos, no solo por las leyes, sino también por la capacidad de defensa propia o por la intervención institucional.
Esta seguridad permitía que los ciudadanos y los inversionistas pudieran confiar en que estaban jugando bajo reglas claras, aceptadas por todos y garantizadas por un gobierno que tenía la capacidad y la voluntad de hacerlas cumplir.
Durante décadas, el término “república bananera” fue sinónimo de falta de seriedad, inestabilidad política y desconfianza institucional al referirse a un país. No era solo una etiqueta, sino una advertencia sobre los riesgos de hacer negocios o establecer relaciones con gobiernos que podían ser impredecibles y carecían de una estructura legal confiable. En contraste, las tradiciones institucionales de países con herencia anglosajona y europea establecieron un marco de previsibilidad y seguridad jurídica. A través de códigos legales sólidos y de la seriedad en la actuación de sus Estados, ofrecían certezas en los acuerdos comerciales, inversiones y garantías individuales.
La diferencia entre una nación confiable y una inestable residía en la capacidad del gobierno para asegurar que las normas fueran respetadas y que el Estado de derecho prevaleciera por encima de los intereses individuales o políticos.
El miedo ha sido siempre un elemento fundamental en la acción de gobierno. Desde la época de los romanos —y posiblemente desde mucho antes— los líderes han utilizado el temor como una herramienta de control y subordinación. Algunos expertos, con un realismo cínico, sostienen que la combinación ideal para mantener el control es bajo un sistema regido por un 70 por ciento de miedo y un 30 por ciento de esperanza. Sin miedo, la autoridad pierde capacidad de disuasión. Sin esperanza, los pueblos caen en la desesperación y pueden volverse ingobernables.
Esta dinámica ha sido utilizada por distintos regímenes a lo largo de la historia para consolidar su poder, ya sea a través de amenazas externas, enemigos internos o crisis fabricadas que justifican medidas extraordinarias.
Hoy vivimos tiempos en los que muchas definiciones tradicionales han quedado obsoletas. Conceptos como “democracia”, “institucionalidad” o “Estado de derecho” han quedado en el olvido y lo han hecho hasta el punto en que resulta difícil establecer con certeza qué países realmente los representan o los aplican para mantener su orden y estructura interna.
Definir qué países no son o no podrían ser considerados una “república bananera” se ha vuelto una tarea compleja. Desde el 20 de enero, día en que el deseo por “volver América grande otra vez” volvió en su máxima expresión, la percepción global sobre lo que significa un gobierno basado en la seriedad ha cambiado de manera significativa. La incertidumbre ha reemplazado la previsibilidad, y la institucionalidad parece haber cedido ante la imprevisibilidad de los liderazgos encarnados por la figura de un solo hombre.
Desde su victoria el 5 de noviembre, el presidente Donald Trump, cuyo lema pudiera resumirse como lo mejor aún está por venir —aunque sea para su país—, ha implementado múltiples estrategias para consolidar su poder y reconfigurar la percepción de su país a nivel global. Sin embargo, su mayor herramienta política ha sido la creación deliberada de un ambiente de incertidumbre manejado a través de incontables acciones y estrategias que no tienen otro objetivo más que infundir miedo y temor hacia quienes están dirigidas.
Ni dentro ni fuera de Estados Unidos existe certeza sobre lo que ocurrirá el día de mañana. La imprevisibilidad se ha convertido en un método de gobierno, manteniendo a la ciudadanía, a los medios de comunicación y a la comunidad internacional en un estado constante de alerta y confusión. Este tipo de liderazgo se sustenta en dos pilares fundamentales: primero, que nadie, salvo él y sus aliados más cercanos, sienta seguridad. Segundo, que, pese a sus defectos y controversias, se demuestre de manera palpable que él es mejor que los que le precedieron.
Las críticas hacia su gestión no solo provienen de la oposición política o de los medios de comunicación, sino también de sectores tradicionalmente aliados que han comenzado a cuestionar su estilo de gobernar. La controversia no se limita a las constantes batallas legales o a la persecución de adversarios políticos, sino también a los procesos judiciales que han marcado su candidatura y ahora su administración.
Su insistencia en desafiar las normas establecidas ha llevado a que se convierta en el primer presidente de la historia de Estados Unidos condenado por un crimen, aunque aún sin una sentencia ejecutada. A pesar de ello, su retórica se ha mantenido inquebrantable, apelando a la narrativa de la persecución política y a la victimización para fortalecer su base de apoyo.
Si no fuera así, ¿por qué ahora levantar la restricción de acceso y hacer pública la información sobre temas como el asesinato de Kennedy o la lista de personajes que acompañaron a Jeffrey Epstein en su red de explotación y pederastia? Estas revelaciones no son casuales ni resultado de un repentino interés por la transparencia, sino una estrategia calculada para desviar la atención y reposicionarse como el único líder capaz de enfrentar a un sistema corrupto.
En este juego de percepciones, se plantea un argumento inquietante: se puede ser corrupto, se puede ser un estafador e incluso se puede ser alguien que malversó los fondos de una campaña electoral para pagar por favores sexuales, pero eso no es nada comparado con un pederasta o un asesino. Siendo estas actitudes que no solamente destrozan el presente, sino que hipotecan a través del equilibrio cerebral y psicológico de las víctimas el futuro. Para Trump, la conclusión que sus ciudadanos y el mundo tienen que sacar es muy sencilla: él será malo y habrá cometido muchos fallos, pero los otros son peores.
En términos de seguridad, Trump se defiende argumentando que el gasto militar de Estados Unidos, que asciende a 800 mil millones de dólares anuales, es la mejor carta de presentación del país. Su discurso se basa en el hecho de que la fuerza pura en forma de misiles y armamento militar es el principal instrumento de negociación y disuasión. Su estrategia es simple: o negocias conmigo y estás de mi lado o te enfrentas al riesgo de ser destruido o, por lo menos, menospreciado. Esta retórica ha generado tensiones tanto dentro como fuera de Estados Unidos, alimentando un clima de polarización e incertidumbre geopolítica. Y todo con tal de devolverle la grandeza a un imperio que ha olvidado su esencia y los valores que un día lo llevaron a ser la principal potencia y ejemplo democrático del mundo.
El temor crece en todos los frentes. Europa, tras dos guerras mundiales, había aprendido a depender de alianzas y acuerdos multilaterales para garantizar su estabilidad. Ahora, enfrenta un escenario en el que debe aprender a sobrevivir sin la seguridad que le proporcionaban la sombra y el cobijo estadounidenses y tendrá que acostumbrarse a vivir sola y depender de sí misma.
Sin embargo, Rusia no tiene temor. Su sistema de gobierno y su visión del poder, aunque no idénticos a los de Estados Unidos, tienen similitudes que les permiten jugar en un tablero que cambia cada día y con cada declaración o decisión tomada por el ocupante de la Casa Blanca. Además, más allá de su posible similitud y sin calificativos, es evidente que el presidente ruso y el estadounidense por lo menos se respetan.
En un mundo donde las reglas han sido sustituidas por la improvisación, el mayor peligro no es solo la inestabilidad, sino la posibilidad de que el miedo deje de ser una herramienta de control y se convierta en el detonante de un cambio incontrolable.
Mientras tanto, el resto del mundo observa y espera ansioso y con precaución el próximo movimiento. La incertidumbre se ha convertido en la norma, y la política global parece haberse transformado en un juego de supervivencia donde la estabilidad es un lujo cada vez más difícil de alcanzar. Vivimos esperando el susto diario. No obstante, conviene recordar que cuando se empuja o presiona demasiado a los pueblos entre la paz y la guerra, la revolución puede volverse contra quienes la provocan.