Hasta hace apenas tres días era evidente aquí el optimismo por la llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos, reflejado en 45 por ciento de la población convencida de que el fin de guerra despuntaba en el horizonte, hasta que llegó el discurso del lunes.
“No mencionó a Ucrania”, fue la expresión casi unánime en los medios de este país.
Rostros serios, quijadas apretadas y una expresión de hartazgo se observa entre las mujeres y los adultos mayores de esta ciudad universitaria, llena de librerías, amante de la cultura, donde levantaron un Teatro de la Ópera sobre el río y pusieron el monumento al poeta Chevchenko en lugar del de Lenin.
Mujeres, adultos mayores y niños es lo que hay en las calles, porque los jóvenes varones están en el Ejército, los hombres menores de 60 años no pueden salir de Ucrania y por las noches hay que justificar los desplazamientos entre un sector de la ciudad y otro.
“Aquí la vida es bastante estresante, ¿sabe?”, me dice Julia en el Café Kredens, en el centro histórico de Lviv, declarado patrimonio cultural de la humanidad, sobre el que los rusos de vez en cuando lanzan misiles para que no se olviden que la guerra está en todo el país y no únicamente en el este.
Rusa, autrohúngara, polaca, alemana, soviética, de todos los imperios ha sido esta ciudad ucraniana rodeada de tierra negra, de las más fértiles del mundo, que da dos cosechas de trigo al año y lugar donde murieron de inanición centenares de miles de personas cuando Stalin ordenó la colectivización de la tierra.
De 1930 a 1937 murieron de hambre 10 millones de seres humanos en la Unión Soviética, la mayoría aquí, en Ucrania, porque la tierra fue arrebatada a los campesinos para entregarla a unidades de producción (los koljoses) del Estado, y los dueños de las parcelas fueron enviados a morir en los trabajos forzados en Siberia.
Cada pueblo por los que voy pasando, rancherías casi, debían entregar al Estado una cuota de producción fijada de antemano, que no podían cubrir, y el resultado fue lo que se conoce como la Gran Hambruna. Y algo más: el canibalismo.
De las casas de estos pueblos, que ahora tienen la bandera ucraniana junto a otra roja y negra, salían aullidos de hambre y sólo sobrevivían los dirigentes del Partido Comunista y los que se comían a sus muertos.
O aún peor. Narra Rizjard Kapuscinski en El Imperio:
“El campesino Vasili Luchko vivía con su mujer Oksana, una hija de once años y dos hijos varones de seis y cuatro. Oksana, una mujer emprendedora, solía viajar a Poltava en busca de comida.
“Un día, un vecino de Vasili viene a verlo y ve que el cuerpo del hijo mayor cuelga el marco de la puerta.
-¿Qué has hecho, Vasili?
-He ahorcado al chico.
-¿Y dónde está el otro?
-En la despensa, lo ahorqué ayer.
-¿Por qué lo hiciste?
-No hay nada para comer. Cuando Oksana trae pan se lo da a los niños. Pero esta vez, cuando lo traiga, a mí también me dejará comer un poco-.
Se perdió la noción de humanidad.
Por aquí pasó el comunismo.
Al que se “robara” una espiga de su tierra, lo fusilaban. Grupos de kavedes (guardias armados, del Estado) recorrían estos campos y luego trajeron refuerzos: los “pioneros”. Eran niños y adolescentes que se acabaron pronto, porque también morían de hambre o eran asesinados por caníbales.
“Arriba los pueblos del mundo, de pie los esclavos sin pan…”, dice el himno de la III Internacional Comunista. Y en nuestros países del sur hubo millones de creyentes –de buena fe– en la sociedad igualitaria, en que el hombre podría en la mañana pescar, en la tarde cazar, y si le place, por la noche, leer.
Aún tiene promotores ese paraíso, aunque ya nadie puede aducir buena fe.
Por desgracia no hablo ni entiendo ucraniano ni ruso para conversar con los campesinos más viejos que veo en los pueblos y escuchar de viva voz los recuerdos que les contaron sus padres o sus abuelos. Es que acaba de suceder hace apenas 90 años.
No sólo el comunismo pasó por aquí. Le pregunté a Aleksandro, que me lleva en una camioneta destartalada por caminos rurales, qué significaba la bandera roja y negra que acompaña a la bella azul y amarilla.
Me dijo, con la ayuda del traductor del celular, que cuando la sangre se vierte sobre los colores azul y amarillo lo que quedan en la bandera son dos manchas, una roja y una negra.
“No es así”, me explica una joven polaca de nombre Margarita: “Esa bandera es de la UPA, la organización del grupo paramilitar nacionalista ucraniano que perpetró el genocidio de polacos en esta zona de Volinia”.
Mataron entre 50 mil y 100 mil polacos que vivían en esta región: “hicieron limpieza étnica para crear un Estado independiente, monoétnico”, me explica Margarita y recuerda los relatos de cómo el prestigio de su abuela le salvó la vida a su abuelo: era profesora.
Colaboraron con los alemanes (los nazis), aunque después lucharon contra ellos y contra los soviéticos, dice.
-¿La UPA hizo limpieza étnica contra ustedes, los polacos?, pregunto.
“Sí, esta región era polaca. Pero ninguna agrupación paramilitar puede cometer un genocidio así, sin el apoyo de la sociedad. Fueron todos”.
-Entonces, ¿por qué en Polonia apoyan a Ucrania en la resistencia a la invasión del Ejército de Putin?
-Lo hacemos en defensa propia.
“No hay Polonia independiente sin Ucrania independiente. Si Rusia toma Ucrania, ¿cómo podemos asegurarnos que no seguimos nosotros?”.-Ustedes están en la OTAN…
-Antes de la II Guerra estábamos en muchos acuerdos de defensa mutua, y nadie nos ayudó, dijo Margarita que mira fijamente a los ojos mientras sostiene el silencio.
Novosti, periódico de Kiev, da a conocer la disposición de Putin de negociar directamente con Estados Unidos, luego del discurso de Trump.
Aquí hay incertidumbre, tensión, como en casi todo el mundo.
Pero a los ucranianos les va la vida en ello: “Si occidente, que ha ayudado menos de lo necesario, nos abandona, van a ganar los rusos y nos van a hacer lo mismo que hacen en las zonas ocupadas: matar y torturar para rusificar Ucrania”, me dice Víktor en uno de los pasillos de la amplia librería llena de gente fiel a la costumbre de Lviv: leer.