Los dos grandes innovadores del siglo XX en materia política fueron Mussolini y Lenin. El primero creó la figura del hombre fuerte que representa al pueblo, que sólo él puede interpretar. Aunque parece que se puede encontrar un antecedente en Napoleón, no hay duda de que el Duce creó una figura de gran éxito político. Por su parte, Lenin construyó al partido como centro de poder, la “vanguardia del proletariado”, que representaba a la parte relevante de la población y, por lo tanto, tenía la legitimidad para guiar al país entero.
Desde entonces, las amenazas a la democracia han oscilado entre esos dos puntos. Sus discípulos directos, Hitler y Stalin, combinaron eficientemente ambos mecanismos para construir el totalitarismo. Hacían uso de sus partidos como instrumentos de poder, pero éste recaía esencialmente en sus personas.
En todos estos casos, el poder de los hombres fuertes no deriva ni de una fuente religiosa, ni de una tradición dinástica. Es su autoasignada posición como intérpretes del pueblo (o la clase) lo que los legitima. En consecuencia, es indispensable que esa posición sea ratificada en la vida diaria: tienen que ser adorados como encarnación del pueblo.
Como usted sabe, ese tipo de liderazgo político es ahora la gran amenaza de la democracia. Aunque esa clase de personas han existido siempre, sus posibilidades de éxito crecieron notablemente a partir de 2009 y desde 2015 empezaron a llegar al poder.
Una vez en él, hacen todo lo posible por eliminar los mecanismos democráticos de la sociedad para que la única fuente de poder sea su posición como intérpretes del pueblo. Hay que sobajar a los ciudadanos, eliminar sus derechos (especialmente políticos), acabar con otras fuentes potenciales de legitimidad (es decir, anular el concepto de verdad), y reducir o desaparecer cualquier tipo de contrapeso.
Puesto que su poder depende de esa ratificación como intérpretes del pueblo, deben saturar el discurso público para evitar otras interpretaciones y, en el último caso, deben eliminar a sus competidores. La semana pasada, Erdogan decidió encarcelar al alcalde de Estambul, Imamoglu, para evitar su candidatura; Netanyahu promovió el despido de Ronen Bar, líder de Shin Bet, la organización de inteligencia interna de Israel, para impedir que lo procesara por corrupción.
Sin embargo, no es fácil sostener la ficción del intérprete del pueblo por mucho tiempo. No lo logró Mussolini, y Stalin lo hizo a costa de Hitler. Ahora mismo, Orbán, que lleva ya buen rato en el poder en Hungría con esas mismas tácticas, ha empezado a sufrir un derrumbe de su popularidad que pone en riesgo su permanencia. Creo que este ejemplo puede ilustrar el por qué a estos líderes no les interesa nada más que las encuestas. Cuando la popularidad cae, la ilusión del intérprete desaparece.
Eso puede ocurrir por muchas razones, pero tal vez la más frecuente sea económica. Cuando la vida diaria se complica, la fe en el intérprete se cuestiona. Por eso aquí se apeló al endeudamiento sin freno para evitar esa crisis en el corto plazo.
Por eso el riesgo más grande que enfrenta Trump es que su muy particular estilo de negociar se convierta en una recesión, como parece que puede ocurrir. Si se llega a ese momento, es indispensable contar con la fortaleza del partido (Lenin). Si se cuenta con un buen grupo ejecutor, como Putin, o un partido grande y disciplinado, como Xi, se pueden sortear las dificultades.
Un detalle interesante de estas formas políticas es que, dependiendo del tamaño de la destrucción causada por el intérprete, con su desaparición viene el caos. Diría incluso que basta con el ocaso para empezar a sentir la anarquía. Por cierto, ¿ha notado que las manifestaciones y desmanes que no ocurrieron en el sexenio pasado han regresado?