El papa Francisco fue sensible a los sentimientos de los pueblos y a los dolores del planeta. Parte de su pensamiento quedó plasmado en las encíclicas Laudato Si’ (LS) y Fratelli tutti (FT), que constituyen una guía ética respecto de grandes problemas mundiales, como el cambio climático y la desigualdad.
Primer latinoamericano —y primer no europeo— en ocupar la posición más alta en la jerarquía de la iglesia católica, Jorge Bergoglio expresó en su labor pastoral un compromiso surgido, quizá, de su origen en la región más desigual del planeta.
Tras su muerte, muchos medios de todo el mundo han destacado su opción por los pobres y han hecho recuentos de las posturas que le acarrearon los constantes ataques de los sectores más retrógrados de la jerarquía católica y de poderes económicos y políticos que consideran “comunismo” a cualquier postura a favor de los desprotegidos.
Mientras la derecha niega el cambio climático e impulsa —como hace Donald Trump— fuentes de energía altamente contaminantes, el papa Francisco tenía claro que: “Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras (LS).
Dice una frase popular que “ecologismo sin la gente es jardinería”, y el recientemente fallecido líder de la iglesia católica lo entendía muy bien: “… todo planteo ecológico debe incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más postergados (LS)”.
Durante su papado, Francisco impulsó la histórica reconciliación entre Estados Unidos y Cuba, alzó la voz por los migrantes del mundo y contra las atrocidades de Israel en Gaza (“Esto no es una guerra. Es una crueldad”, llegó a decir), además de pedir perdón por abusos de la iglesia.
En sus encíclicas, en declaraciones y otros documentos expuso repetidamente la necesidad de un nuevo orden mundial que pusiera fin a realidades lacerantes: “Mientras una parte de la humanidad vive en la opulencia, otra parte ve su propia dignidad desconocida, despreciada o pisoteada y sus derechos fundamentales ignorados o violados” (FT).
Más de una vez, el papa Francisco llamó a los gobernantes del mundo a abrir sus corazones frente a los padecimientos de las personas que se ven obligadas a dejar sus países para buscar una mejor vida.
En 2016, frente a la amenaza de Trump, expresó: “Una persona que piensa en construir muros, cualquier muro, y no en construir puentes, no es un cristiano. Eso no está en los evangelios”.
En sus memorias, el papa Francisco dedicó un espacio a Esther Ballestrino, doctora en bioquímica, quien fue su maestra de joven.
Fundadora de Madres de Plaza de Mayo —torturada y asesinada en 1977—, Ballestrino tuvo un papel crucial en la formación del joven que llegaría a papa: “… aquella gran mujer hizo mucho más: me enseñó a pensar. Me refiero a pensar la política”.
Y así, pensando en la política, fue que Francisco aprendió la congruencia de los ideales y molestó a muchos que consideran que la miseria y la desigualdad son “naturales”.
Lo expresó mejor que nadie: “El derecho de algunos a la libertad de mercado no puede estar por encima de los derechos de los pueblos, ni de la dignidad de los pobres, ni tampoco del respeto al medio ambiente”.
En congruencia con su vida —pues vivió siempre de manera austera a diferencia de otros jerarcas católicos— Francisco dejó escrito su deseo de descansar en una tumba sencilla en la Basílica de Santa María la Mayor de Roma donde sólo habrá una inscripción: la palabra Franciscus. La humildad y la sencillez que caracterizaron su tiempo en el Vaticano llegaron así hasta su última morada.