Más allá de la brutal política extorsiva del gobierno estadounidense hacia el país, hay un hecho: Donald Trump puso a México frente al espejo. Negarlo es fingir demencia y, claro, enfada que un megalómano ponga el dedo en el reflejo, sobre todo, cuando de tiempo atrás la tutti frutti clase política mexicana era consciente de lo que revelaba y revela esa imagen.
A la presidenta Claudia Sheinbaum le toca encarar esa circunstancia, la cual sus antecesores Vicente Fox, Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador eludieron, agravaron, solaparon o enmascararon. Hoy, esos problemas en grado de crisis y en una situación económica y política compleja asedian no sólo la posibilidad del gobierno en curso, sino también de la nación en su conjunto. De ese tamaño es la adversidad que refleja el espejo.
En el arte no de sortear, sino de atender y en lo posible resolver esa crisis está en juego el destino nacional. No entenderlo y actuar como si cuanto acontece no reclamara ajustes y acciones de fondo o como si el cascajo de un derrumbe fuera un tesoro volvería a exhibir la pequeñez y ruindad de quienes ejercen el poder desde el gobierno o la oposición y se conciben a sí mismos como adalides.
Pese al vértigo y las amenazas internas y externas, urge reflexionar, mesurar las posturas, abrirse al diálogo y construir acuerdos para llevar al país a puerto de abrigo.
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El espejo frente al cual se colocó al país refleja tres problemas que, hoy, hacen crisis y tienen contra la pared a la jefa del Ejecutivo.
Depender económicamente del comercio regional, dejar al crimen disputar monopolios fundamentales del Estado y convertir la corrupción en un pacto de impunidad entre la clase dirigente exhiben la grave dificultad del momento. Tarde que temprano la negligente o inepta actuación de los gobiernos anteriores terminaría en una pesadilla. Pese a ello y en la lógica sexenal, la apuesta fue que ese desasosiego lo tuviera el siguiente y no el mandatario en turno. La bola negra le correspondió a la presidenta Sheinbaum y, en ese trípode, Donald Trump encuentra una sólida plataforma para amagar, extorsionar y doblegar si es posible.
Durante el primer cuarto de siglo, los gobiernos encumbrados en el poder no vieron en el tratado comercial regional una oportunidad para resolver problemas económicos domésticos que exigían una acción acordada, sostenida y consistente para darle auténtica perspectiva al desarrollo. Ni sentido construir infraestructura, crear condiciones para crecer ni abrir cuellos de botella si se podía avanzar cómodamente a remolque. Y, en el colmo del exceso, elevaron a rango de héroes a los paisanos expulsados por el modelo económico y la inseguridad. El envío de remesas –un ingreso de divisas ajeno, pero contable– pasó a formar parte de la gloria oficial.
La criminalidad no se entendió como una amenaza al Estado, la soberanía y la democracia, sino como un mal susceptible de paliar o patear sexenalmente o, peor aún, susceptible de asociar a la política. No se consideró que la falta de solidez de la democracia y las instituciones en la escala estatal y municipal hacían de la alternancia una ventana de oportunidad al crimen y, al advertirlo, en vez de combatirlo, los partidos toleraron que más de un cuadro se asociara a él y, de vez en vez, los salpicara. El crimen encontró un nuevo y jugoso negocio en la administración pública, en botar y votar candidatos.
De la corrupción se hizo un contubernio, pescando uno que otro charal y ocasionalmente sacrificando a algún pez gordo, pero dejando impunes a cuates o familiares. Con o sin miopía, se hicieron de la vista gorda hasta llevar al país a la actual circunstancia. En el colmo de esa práctica, la creación del Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado es justamente institucionalizar ese vicio porque si la dependencia prevalece significa que el saqueo continúa. Nomás falta que, como dice un amigo, se termine por crear el Instituto para Robar al Pueblo lo Devuelto.
Duele ver ese espejo.
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A lo largo del siglo y pese a la respectiva jactancia, los mandatarios y sus respectivos partidos carecieron de una visión de Estado.
Unos y otros no advirtieron la necesidad de actuar en serio y a largo plazo en esos tres frentes y, hoy, esa tríada de problemas coloca en un apuro a la viabilidad del gobierno y el país, dándole enorme oportunidad a la diplomacia de la extorsión que tanto fascina al jefe del gobierno vecino. Trump tiene claro que meter en un mismo costal los tres asuntos ensancha su margen de maniobra para imponer condiciones o conseguir concesiones, sobre todo, advirtiendo falta de cohesión en el equipo de gobierno mexicano y fisuras en el movimiento que lo ampara.
Resolver con sincronía la ecuación del comercio y la economía, del crimen y la política, así como de la corrupción y la impunidad, estando bajo presión externa, demanda enorme apertura y sacrificio, además de velocidad sin certeza de poder desactivar oportunamente el peligro en ciernes.
Es notorio y notable –incluso, agradecible y digno de reconocimiento– el esfuerzo realizado por la presidenta Claudia Sheinbaum. Aun así, es preciso reconocer a carta cabal la circunstancia y actuar en consecuencia, atendiendo lo urgente sin perder de vista lo importante. No es cosa de especular si Donald Trump come o no lumbre, tampoco de andar preguntando fuera lo que ocurre adentro, mucho menos de cobijar a quienes hoy complican aún más la situación o de salivar de gusto ante un problema que puede arrastrar al país. Mucho menos de romper los espejos para desvanecer la imagen que reflejan.
El tic-tac de este tiempo mexicano no suena como un apacible reloj de cuerda, sino como una angustiante cuenta regresiva.