1. Los sabores que nos hicieron personas
La comida de la infancia no solo alimenta el cuerpo: construye carácter, memoria y pertenencia. Cada cucharada es una lección sensorial que deja huellas invisibles. Antes de aprender a escribir o atarnos los zapatos, ya habíamos creado un catálogo secreto de lo que nos gusta y lo que no: el pan tostado que cruje al morderse, la textura cremosa del plátano, la sopa caldosa que nos daba consuelo cuando estábamos enfermos.
Para muchos de nosotros, recordar esos sabores es como abrir la puerta a una parte luminosa de la memoria. No hablamos solo de platillos: hablamos de sensaciones, emociones, vínculos. Comer era descubrir, jugar, explorar… con las manos, con la lengua, con los ojos. Los sabores, colores y texturas nos hicieron crecer y nos hicieron sentir.
2. Textura: la comida también se toca
La textura es una de las primeras formas de relación entre los niños y la comida. Antes incluso de hablar, ya sabíamos distinguir lo que “nos da asco” de lo que “se siente rico en la boca”. ¿Quién no recuerda una batalla campal por un pedazo de hígado chicloso? ¿O ese arroz con leche que se deshacía en la lengua?
Las texturas despiertan la curiosidad y, a veces, la risa. La gelatina que tiembla, las costras del pan, los trocitos de granola que crujen al morderlos. Los niños juegan con la comida porque están entendiéndola. Y en esa exploración van estableciendo reglas personales: lo espeso da seguridad, lo fibroso puede generar rechazo, lo crujiente emociona.
En muchas culturas, incluso se considera importante que los niños usen las manos para comer. Sentir la comida antes de probarla les da confianza. No es desorden, es aprendizaje. Si el arroz se desbarata en la mano o si el puré se aplasta fácil con los dedos, eso dice mucho de su experiencia con ese alimento.
3. Sabor: la emoción que entra por la lengua
En la infancia, la lengua es una antena emocional. Los sabores dulces se asocian con afecto, con seguridad. Quizás por eso los niños tienden a rechazar lo amargo, no es cuestión de gusto, sino de instinto. Sin embargo, cuando un alimento agrada, su sabor queda anclado en lo más profundo de la memoria.
Hay quien recuerda con cariño el sabor de las paletas de fresa, de los sándwiches con frijoles refritos, del huevo con salsa que preparaba papá los domingos. No importa cuán simples fueran los ingredientes, si estaban ligados a una experiencia positiva, el sabor se vuelve eterno.
El gusto se forma con el tiempo, pero, sobre todo, con la experiencia emocional. Comer con alegría, sin presión, hace que un niño quiera volver a probar. Por eso, más allá de “enseñar a comer bien”, lo importante es enseñar a disfrutar con libertad.
4. Color: lo que se ve, también se siente
El primer contacto con la comida es visual. La apariencia de un alimento puede despertar entusiasmo o rechazo. En la infancia, el color funciona como un mapa emocional, los tonos brillantes suelen atraer, mientras que los oscuros o pálidos pueden generar desconfianza.
Un plato de zanahorias naranjas, arroz blanco y chícharos verdes puede parecer una bandera de juego, algo divertido. Por eso es tan importante pensar en cómo se presentan los alimentos, no como un deber, sino como una experiencia. Un betabel puede parecer mágico si tiñe el agua de rosa. Un mango maduro brilla como un sol en miniatura.
Cuidar el color en los alimentos es cuidar la emoción con la que se acercan a ellos. No se trata de disfrazar, sino de invitar. Y para eso, la naturaleza ya nos dio una paleta de colores espectacular: el rojo del jitomate, el verde del aguacate, el púrpura de la uva, el blanco del coco.
5. Comer no es solo nutrirse: es pertenecer
En la infancia, los alimentos no solo se prueban, se recuerdan, se vinculan con afectos. Hay comidas que saben a abuela, a jardín, a día lluvioso, a recreo. Por eso es tan importante que los adultos cuidemos el entorno en el que un niño come. Que no se sienta presionado, juzgado ni forzado. Que comer sea sinónimo de alegría, de pausa, de curiosidad.
Ofrecer una alimentación sensorial —rica en colores, texturas y sabores— es una forma de amar. Porque le estamos diciendo al niño: aquí estás seguro, aquí puedes explorar. Y lo más bello es que, en esa experiencia, también nosotros podemos reconectar con nuestro niño interior. Redescubrir el gozo simple de una fruta bien madura, de una sopa que reconforta, de un pan tibio recién horneado.
6. Lo que no se olvida
Los sabores de la infancia no se olvidan. Nos acompañan toda la vida, como una lengua secreta que habla de dónde venimos, de quiénes nos cuidaron, de lo que nos emocionaba cuando todo era nuevo.
Por eso vale la pena detenernos, observar, escuchar. Cuando un niño dice “esto no me gusta”, tal vez lo que quiere decir es “esto me confunde”. Y cuando un niño dice “esto sabe rico”, está diciendo, sin saberlo “esto me hace feliz”.
Comer no es solo nutrir el cuerpo. Es construir la memoria emocional de una persona. Y para eso, nada mejor que una infancia llena de sabores intensos, colores vivos y texturas que despierten la imaginación.
Porque al final, todos fuimos niños. Y todos guardamos, en algún rincón del alma, esa gelatina que bailaba en el plato.