Aunque la nueva Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión fue frenada temporalmente en el Senado, el intento de avalar esta iniciativa so pretexto de los mensajes racistas que el gobierno de Donald Trump transmitió en horarios estelares en televisión abierta abre un debate necesario en el país.
En este punto, la pausa a la iniciativa con los mecanismos de siempre —las muy gastadas mesas de diálogo y el viejo recurso del parlamento abierto que se traduce en un grupo de autoayuda para hacer largas catarsis que nuestros supuestos representantes ignoran— es un respiro ante una ley que ha sido criticada por su falta de claridad y, sobre todo, por la amenaza implícita a la libertad de expresión.
La revolución acelerada de los medios de comunicación nos pone frente a la discusión sobre cuáles discursos son permitidos, cuáles no, por qué y quién sería el encargado de regularlos en una democracia. Este debate no ocurre únicamente en el país. En todas partes del mundo vemos el ascenso de regímenes en los que el frágil balance democrático se ve erosionado a través de la censura y la desacreditación de periodistas y medios de información, como ocurre en EU, donde el gobierno del presidente Donald Trump niega la entrada a conferencias de prensa a periodistas críticos.
En el caso de México, la oposición política y diversas organizaciones de la sociedad civil han alzado la voz, advirtiendo sobre un peligroso precedente que podría abrir la puerta a la censura y la vigilancia masiva, particularmente por la ambigüedad del Artículo 109 de la Ley de Telecomunicaciones, que establece que las autoridades competentes, en este caso la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones, encabezada por José Merino, pueden bloquear temporalmente una plataforma digital en los casos que se violen normas y disposiciones.
El problema es que la ley propone concentrar en una sola persona todas las facultades que están en el casi desaparecido Instituto Federal de Telecomunicaciones y las secretarías de Gobernación y la de Comunicaciones. Lo que pudiera parecer simple, en realidad abre la puerta para que una sola persona controle y decida qué se puede transmitir y publicar tanto en medios electrónicos como en digitales. En otras palabras, se corre el riesgo de impulsar una sola narrativa, la oficial, desde el poder, con la amenaza de suspender estaciones de radio, canales de televisión y hasta cuentas en redes sociales si “incumplen” con las normas.
La preocupación se intensifica al considerar el contexto político mexicano, marcado por una creciente polarización y una relación a menudo tensa entre el gobierno y ciertos medios de comunicación. La sombra de la censura indirecta, aquella que no se ejerce de manera explícita pero que genera un clima de autocensura por temor a represalias, se cierne sobre el panorama informativo.
Es crucial recordar que la libertad de expresión y el derecho a la privacidad en el entorno digital son interdependientes. Si los ciudadanos sienten que sus comunicaciones están siendo vigiladas y que su información puede ser utilizada en su contra sin garantías adecuadas, es probable que se inhiban de expresar libremente sus opiniones, de buscar información diversa y de participar activamente en el debate público. Este enfriamiento del espacio cívico digital es un golpe directo a la vitalidad de la democracia.
En última instancia, la controversia en torno a la Ley de Telecomunicaciones en México va más allá de un debate técnico. Se trata de una discusión fundamental sobre el tipo de sociedad que queremos construir: una donde se respete ante todo las libertades individuales, o una sociedad vigilada y censurada. La opacidad y la falta de garantías en esta ley generan una sombra de duda que el gobierno debe disipar con urgencia, antes de que esa sombra se convierta en una mordaza para la libertad de expresión en el México digital.
SOTTO VOCE
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