El caos que marca el inicio de esta segunda presidencia de Donald Trump puede responder, como se ha dicho, a una estrategia deliberada para mantener a todos fuera de balance. También es posible que en sus cálculos intervengan motivaciones diversas, a veces contradictorias. En todo caso, sus acciones con frecuencia parecen carecer de una explicación racional.
¿Quién, en su sano juicio, impondría y retiraría aranceles de manera arbitraria, sabiendo que eso genera incertidumbre, debilita la confianza de inversionistas y consumidores y aumenta el riesgo de una recesión?
Ante esta dinámica, que parece incomprensible, han surgido múltiples interpretaciones. Tal vez la más común es que Trump utiliza los aranceles como un mecanismo de presión para forzar a otros gobiernos a actuar en asuntos ajenos al comercio. Lanza la amenaza, los impone, las contrapartes ceden y luego los suspende, en un ciclo que se repite una y otra vez.
No cabe duda de que Trump hace este cálculo, pero el vaivén de los aranceles va más allá de una simple estrategia de presión. Al final, hay una visión clara que Trump y parte de su equipo comparten: la necesidad de relocalizar las manufacturas en Estados Unidos no solo por razones económicas, sino como un imperativo geopolítico.
La lógica del nacionalismo económico que los mueve parte de la premisa de que, en su forma actual, el libre comercio ha generado competencia desleal, pérdida de empleos y debilitamiento de industrias clave en Estados Unidos. Para Trump y sus asesores, como Peter Navarro y Robert Lighthizer, el país se ha debilitado en la medida en que ha sido explotado por otras naciones. Para ellos, la idea de que el libre comercio beneficia a todos es un mito.
En su más reciente columna en este diario, Jacques Rogozinski da en el clavo al afirmar que “la cuestión trasciende la eficiencia económica, se centra en la capacidad de defender al país en un entorno global cada vez más hostil… la competencia global ya no es solo económica, sino también una cuestión de seguridad nacional”. México, dice Rogozinski, debe comprender que esa es la lógica que mueve a Trump y su equipo.
Para ellos, el poder político y militar de Estados Unidos exige una base industrial sólida que reduzca su dependencia de otros países, especialmente de China. Además, en su visión de suma cero, cada industria que se establece en Estados Unidos es una que deja de hacerlo en otro país; su nación se fortalece mientras los demás se debilitan.
Los aranceles no son solo una herramienta de presión, sino un instrumento para recuperar la prosperidad estadounidense y reforzar su dominio geopolítico. Desde la campaña, Trump ha sostenido que las políticas previas debilitaron al país y permitieron que otras naciones le perdieran el respeto.
Para revertir esta situación, sostiene que, aunque su política arancelaria puede causar dificultades económicas temporales, es un sacrificio necesario para el bienestar del país a largo plazo. En más de una ocasión ha afirmado que, si bien los aranceles pueden generar “cierto dolor” a los estadounidenses, es un precio que vale la pena pagar para fortalecer a la nación.
Pero entonces, ¿por qué los ha suspendido en más de una ocasión? Porque está en un pulso con una realidad que lo supera. Aunque en Estados Unidos y otros países la visión sobre el desarrollo económico ha cambiado radicalmente, en el mundo financiero los analistas e inversionistas siguen operando bajo las “viejas” reglas del juego. El populismo que avanza en tantas naciones no ha ganado terreno en ese ámbito, donde la incertidumbre no gusta nada.
Por ello, Trump impone tarifas guiado por su visión de nacionalismo económico, pero retrocede cuando los mercados reaccionan. Es cierto que, en este último lance, ha resistido mejor las turbulencias financieras, pero no es suicida, y dudo que mantenga este juego si la factura política se vuelve demasiado alta. Si la economía entra en recesión o los fondos de pensiones se desploman, la insatisfacción entre los votantes será inevitable, y Trump lo sabe. En dos años habrá elecciones intermedias en las que se juega el futuro de su presidencia.
El volado sigue en el aire. Trump aún no ha definido una ruta clara. Su visión de nacionalismo económico y seguridad nacional choca con las expectativas de los mercados. ¿Por qué camino optará? Aún no lo sabemos, pero el próximo 2 de abril, cuando entren en vigor las tarifas recíprocas, si es que eso sucede, tendremos más claridad. Hasta entonces, la incertidumbre seguirá. Y por más hábil que haya sido la presidenta Sheinbaum, lo cierto es que seguimos siendo un pasajero más en la montaña rusa en la que nos tiene montados Mr. Trump.