Así lo afirmó Mario Vargas Llosa al reflexionar sobre su derrota por la presidencia del Perú frente a Alberto Fujimori: “La enseñanza más provechosa que he sacado de esa experiencia es que soy muy mal político … y también… que la política saca lo peor del ser humano, por la atracción extraordinaria que hay hacia el poder.”
El pasado domingo falleció este novelista emblemático del Boom Latinoamericano, quien marcó un hito en la literatura hispanoamericana con títulos como La ciudad y los perros y La fiesta del Chivo; aunque confieso que mi favorita es Travesuras de la niña mala.
Vargas Llosa, alineado al liberalismo económico y a la derecha conservadora, fue una figura pública activa en el debate político y social. En múltiples ocasiones se vio envuelto en polémica por sus opiniones en torno a la democracia latinoamericana, el feminismo y el uso del lenguaje inclusivo.
Dentro de sus reflexiones más interesantes, advirtió que el poder político puede llevar a muchas personas a traicionar sus principios, convicciones e incluso su moral. En otras palabras, estimó que la política —más allá de las buenas intenciones— puede transformar a quienes la ejercen, empujándolos hacia la ambición desmedida y el abandono de la ética. Hoy, recordándolo a escasos días de su muerte, vale la pena meditar sobre su visión de la política y la flaqueza humana en su ejercicio.
Platón ya señalaba los peligros del deseo desenfrenado y la corrupción inherentes al poder, insistiendo en que el ejercicio del gobierno debía guiarse por principios morales. Más adelante, Aristóteles sostuvo que la forma más elevada de vida política permite a los seres humanos desarrollar plenamente sus capacidades racionales y éticas; para él, el buen gobierno debe orientarse al bien común y estar regido por la ley, no por la voluntad de un solo individuo, por virtuoso que este sea.
Por su parte, John Rawls propuso que ser un buen político implica defender una justicia basada en la equidad, donde los derechos fundamentales de cada persona sean inviolables, incluso frente a las demandas de la mayoría o el bienestar general. Criticando al utilitarismo, Rawls sostuvo que un líder justo debe no solo respetar las libertades individuales, sino también asegurar que las instituciones de la sociedad funcionen en beneficio de todos, especialmente de los más desfavorecidos. De nuevo, la ética como guía.
En lo personal, y admitiendo escaza experiencia en la materia, reconozco que la política puede sacar lo peor de una persona, especialmente cuando se tiene una personalidad adictiva y soberbia. Para mí, el verdadero problema radica no solo en ambicionar el poder en sí, sino en desearlo con la convicción de poseer la razón más poderosa, un talento excepcional o una claridad única. Es decir, si piensas que eres quien puede salvar al mundo, tienes tendencia a la cerrazón y una personalidad adictiva, el poder será tu debilidad y —citando a Vargas Llosa— sacará lo peor de ti.
Las y los buenos políticos, para no perderse en la seducción del poder, deben dejar a un lado la soberbia; cultivar una verdadera conciencia de servicio; autolimitarse en tiempo y espacio para un buen ejercicio de autoridad; cuestionar siempre si su postura es la adecuada, más allá de la correcta; tener un compromiso claro con las causas y no con los cargos; y, sobre todo, saber escuchar con tolerancia abierta.
Desde mi percepción, no basta que un líder se exija fidelidad ética. En el ejercicio político, como en la vida, hay discernimiento y decisión continua entre millones de opciones y el puritanismo axiológico fácilmente se va moldeando o justificando si se piensa que la finalidad última tiene suficiente mérito o valor. Así, más allá de posturas filosóficas y de aspiraciones guiadas por la ética, propongo que el punto de encuentro para lograr buenas y buenos políticos dependa del autoconocimiento, la capacidad de autocontención y el trabajo interior.