Ahora que hemos vivido días muy papales y vaticanos con motivo de los funerales del papa Francisco, se ha abierto con total apertura el debate entre las distintas visiones de la iglesia católica para el mundo.
No porque sea nuevo un debate al interior de la institución eclesiástica más antigua de la humanidad, sino porque, como nunca antes, visiones incluyentes y progresistas se enfrentan a posturas conservadoras, ortodoxas y doctrinarias.
Cuando en 1960 el papa Roncalli, Juan XXIII, convocó al Concilio Vaticano II, lo hizo en plena conciencia de las rígidas estructuras que removería. Cambió el rito, suprimió la misa en latín, convirtió las celebraciones litúrgicas en algo cercano y significativo para la gente.
Lograrlo implicó un desafío gigantesco, porque implicaba darle una sacudida a una anquilosada institución, con frecuencia ligada a la política y a múltiples regímenes represores, autoritarios y violadores continuos de derechos humanos.
Tomó casi 40 años, pero la iglesia católica fue logrando separarse de posiciones dogmáticas, de tomar distancia de los gobiernos y evitar inmiscuirse en asuntos de política interna.
Juan XXIII fue el gran sucesor de Pío XII, el exnuncio apostólico frente a Adolfo Hitler, acusado más de una vez de ser después el papa al servicio del fascismo. Juicio que la historia aún sigue debatiendo, aunque Pío XII fue un personaje —como tantos otros— de claroscuros. Si bien no condenó abiertamente al nazismo y a la criminal guerra europea, otorgó en secreto salvoconductos a miles de judíos y perseguidos para ser protegidos por la iglesia y salvados de los campos de concentración. Amplia bibliografía existe al respecto.
Juan Pablo II fue un papa profundamente conservador en cuanto a la liturgia y al canon, pero un gran difusor de la fe, de la espiritualidad y de cercanía con la gente. Enemigo acérrimo del comunismo que padeció en su juventud, construyó coincidencias coyunturales en los tiempos de Thatcher en la Gran Bretaña y de Reagan en Estados Unidos, que contribuyeron a la caída del muro y la liberalización de Europa del Este. Muy activo políticamente, pero también un gigante pastoral.
Su sucesor fue Benedicto XVI, el cardenal Ratzinger de origen alemán, exresponsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que hizo gran mancuerna con Juan Pablo. La potencia teológica de Ratzinger y el equilibrio espiritual y pastoral de Karol Józef Wojtyła fueron fundamentales para el impulso católico de los 80, 90 y principios del siglo XXI.
Después vino la decadencia. No solo porque Benedicto carecía del carisma y la fuerza de Juan Pablo, sino porque su inclinación fue primordialmente conservadora.
Ambos encabezaron decisiones y directrices en contra de la Teología de la Liberación en América Latina, con sanciones y votos de silencio impuestos a algunos de sus representantes, como Leonardo Boff en Brasil o Gustavo Gutiérrez en Ecuador.
La iglesia de los pobres decretada en la CELAM de Puebla —con la histórica presencia de Juan Pablo II en 1978— quedó en promesa incumplida.
El papa polaco que concentró su vital energía por casi tres décadas en evangelizar y catequizar al mundo canceló signos de apertura y prohibió desviaciones, como la del obispo francés Marcel Lefebvre.
En este contexto arriba Francisco, proveniente de la diócesis del fin del mundo, como él solía decir al referirse a la Patagonia. El cardenal argentino, Jorge Mario Bergoglio, fue poseedor de un mensaje de compromiso con los más desfavorecidos, con los marginados, con defender y proteger a los inmigrantes, a los transexuales, a la comunidad LGBTQ+ y a las parejas divorciadas.
Estos postulados provocaron enorme rechazo en la Curia Romana, en el gobierno de la iglesia. Cardenales conservadores de muchas regiones se convirtieron en críticos y firmaron un documento rechazando sus postulados. En su interpretación, la tolerancia y permisividad de Francisco atentaba contra la estructura nuclear de la familia.
El papa Francisco no convirtió en dogma, en doctrina ni en postulados de derecho canónico ninguna de sus premisas e ideas de apertura progresista. Muchos vaticanólogos aseguran hoy que se propuso impedir un cisma, una ruptura al interior de la iglesia. Continuó defendiendo sus ideas en mensajes y en giras, pero no se atrevió a imponer su autoridad pontificia.
El cónclave que viviremos en 9 días enfrentará en lo más profundo estas visiones y postulados. El rol y la función de la mujer en el seno de la iglesia católica; la apertura a los sacramentos de los divorciados; la acogida sin juicios ni penitencias —porque no es un pecado— a los practicantes de otras preferencias sexuales.
Llegó el momento de demostrar si la voz del papa Francisco quedará en el vacío con la probable elección de un papa conservador, o si, por el contrario, sus lecciones y mensajes decantarán en un nuevo liderazgo de continuidad que se oriente a una iglesia más pastoral y menos política, más de cercanía a los creyentes y las problemáticas del siglo XXI.