Cada 8 de marzo, el mundo se viste de morado para conmemorar el Día Internacional de la Mujer. Se organizan marchas, foros y declaraciones oficiales que repiten un compromiso con la igualdad. Sin embargo, hay un grupo de mujeres que sigue quedando al margen de estas discusiones: las mujeres migrantes. Para ellas, el camino hacia un futuro mejor es también un trayecto de violencia, abuso y un abandono sistemático que las deja sin derechos ni protección.
Migrar es un acto de fe. Un salto al vacío impulsado por la desesperación y la falta de alternativas. Pero para una mujer, el costo de esa decisión es doblemente cruel. No importa si cruzan la selva del Darién, si atraviesan nuestro país en trenes de carga o hacinadas en el doble fondo de un tráiler, la amenaza del abuso sexual es una constante. ¡Una probabilidad tan alta que muchas optan por inyectarse anticonceptivos antes de partir para evitar, al menos, un embarazo forzado! Esa simple decisión expone una verdad brutal: alcanzar el sueño americano pasa, para muchas, por vivir una pesadilla primero.
En ese trayecto, las propias autoridades, lejos de brindar protección, se convierten en agresores. Policías, agentes migratorios y fuerzas de seguridad han sido denunciados por abusar de mujeres migrantes, extorsionarlas o venderlas a redes de trata. El Instituto Nacional de Migración, lejos de ser un organismo que garantice derechos, ha acumulado un historial de maltratos, detenciones arbitrarias y encubrimiento de agresiones. Y esto es solo una parte del problema.
Detrás de cada mujer que cruza una frontera con miedo en la mirada, hay una historia de fracaso colectivo. Son las mismas mujeres que no tenían suficiente comida para alimentar a sus hijos, que vivieron embarazos en condiciones de desnutrición extrema, que vieron cómo la violencia arrasó con sus hogares, que no encontraron justicia en sus países y que tuvieron que tomar la decisión más dura de su vida: dejarlo todo atrás. No migran por capricho, migran porque el sistema les falló.
Mientras en las capitales del mundo se discuten políticas de migración con cifras y acuerdos bilaterales, las mujeres migrantes continúan su camino en silencio, convertidas en cifras de un problema que a pocos les interesa resolver. La narrativa de la migración sigue dominada por discursos de seguridad y control fronterizo, mientras se ignora lo fundamental: ninguna mujer debería enfrentar violaciones, violencia o desapariciones solo por buscar un futuro mejor.
Aún más alarmante es el hecho de que la violencia no termina cuando cruzan una frontera. Muchas mujeres migrantes que llegan a Estados Unidos o Europa siguen siendo vulnerables al abuso laboral, la explotación sexual y la discriminación sistemática. A menudo, terminan en trabajos precarios, con sueldos miserables y sin acceso a derechos básicos. Enfrentan barreras lingüísticas y legales que las dejan indefensas ante los abusos. Su condición de migrantes las convierte en ciudadanas de segunda clase, incluso en sociedades que presumen de su compromiso con los derechos humanos.
En América Latina, el problema es aún más complejo. Países de tránsito como México han militarizado sus fronteras, imponiendo medidas represivas que no solo no resuelven la crisis migratoria, sino que agravan la violencia contra las mujeres migrantes. Al mismo tiempo, los gobiernos de sus países de origen fallan en atender las causas de la migración, perpetuando la pobreza, la violencia de género y la falta de oportunidades que las obliga a huir en primer lugar.
Es fundamental reconocer que la migración femenina no es un fenómeno aislado, sino el resultado de un sistema global que ha fallado en proteger a las mujeres en todas las etapas de sus vidas. Desde niñas, muchas de ellas crecen en entornos de violencia, sin acceso a educación o servicios de salud adecuados. La falta de autonomía económica y el machismo estructural las condena a una vida de vulnerabilidad, y cuando buscan escapar de esa realidad, se encuentran con un mundo que las rechaza y las castiga por intentar sobrevivir.
Este 8 de marzo, cuando se hable de derechos y equidad, recordemos que las mujeres migrantes también son mujeres. Y si realmente queremos conmemorar esta fecha con coherencia, exijamos un cambio que garantice migraciones dignas, ordenadas y seguras. No hacerlo es perpetuar la violencia que decimos combatir.
Es momento de exigir un enfoque más humano en las políticas migratorias, de fortalecer los mecanismos de protección y de reconocer que las mujeres migrantes no son números en una estadística, sino personas con sueños, historias y derechos. Mientras el mundo siga ignorando su sufrimiento, la deuda de la humanidad con ellas seguirá creciendo. Y en un 8 de marzo tras otro, seguiremos olvidando que la igualdad debe ser para todas, sin importar su origen ni su destino.