En ciberseguridad, hay una verdad incómoda: el eslabón más débil no es el software, ni el firewall, ni la red. Es el ser humano o como se le conoce técnicamente la capa 8. El reciente escándalo protagonizado por el congresista Mike Waltz —quien discutió asuntos de seguridad nacional a través de un chat en Signal, incluyendo por error a un periodista— confirma que incluso en las más altas esferas del poder, los errores humanos siguen siendo la principal vulnerabilidad.
Signal es una aplicación de mensajería cifrada de extremo a extremo, similar a WhatsApp, diseñada para ofrecer privacidad en las comunicaciones personales. Sin embargo, utilizarla para tratar temas confidenciales sobre defensa nacional viola los protocolos establecidos por el gobierno de Estados Unidos. Existen canales oficiales diseñados precisamente para proteger la información más delicada. Signal, aunque técnicamente segura, no está autorizada ni supervisada por agencias de seguridad, y su uso en este contexto representa una infracción directa a las normas federales. Además, sus funciones —como los mensajes que desaparecen— podrían violar la Ley de Registros Federales, que exige conservar documentos oficiales, incluso en formato digital.
A lo anterior se suma un error más grave por su sencillez: la inclusión accidental del periodista Jeffrey Goldberg en el grupo de chat. Basta con imaginar que, en una reunión a puerta cerrada sobre seguridad nacional, alguien abriera la puerta e invitara sin querer a un reportero. Algo como esto ocurrió, pero en el mundo digital. Esta clase de errores de validación de identidad y permisos es exactamente lo que los protocolos de ciberseguridad buscan evitar. Y sin embargo, se produjo por una omisión tan simple como no verificar a quién se estaba incluyendo.
El tercer punto crítico es el medio en sí. Aunque Signal cifra los mensajes, su diseño no contempla el nivel de trazabilidad ni los estándares de conservación requeridos para información gubernamental. El uso de canales no autorizados para conversaciones sensibles multiplica los riesgos: acceso físico a dispositivos desbloqueados, capturas de pantalla, filtraciones involuntarias o incluso ataques de ingeniería social. En este caso, la herramienta no falló. Fallaron los usuarios al emplearla fuera de contexto.
La principal lección es clara: ninguna tecnología, por sofisticada que sea, puede reemplazar el juicio humano ni compensar la falta de cultura de seguridad. Las decisiones erróneas, la negligencia o la comodidad pueden convertir una herramienta confiable en una fuente de riesgo. Aunque si somos estrictos, este riesgo siempre va a estar latente, sobre todo tomando en consideración el perfil de su líder – Donald Trump- y de las personas de confianza que nombró en los principales puestos del gobierno actual de los Estados Unidos.
Este incidente nos lleva a reflexionar sobre cómo la percepción de seguridad que ofrecen herramientas digitales comunes puede llevarnos a subestimar los riesgos reales. Valdría la pena preguntarnos si estamos siendo suficientemente conscientes de las implicaciones de nuestras decisiones tecnológicas cotidianas, especialmente cuando involucran información sensible. Y entender por qué las características de seguridad que supuestamente nos ofrecen las herramientas con: datos encriptados punto a punto, la doble verificación, o los accesos biométricos, no pudieron salvar a un congresista de los Estados Unidos.
El caso de Mike Waltz debe ser un parteaguas. Si en el centro del poder político de la mayor potencia mundial se cometen estos errores básicos, el mensaje es claro: todos somos vulnerables. La ciberseguridad no es sólo técnica, es una necesidad profundamente humana, más cuando toda esa humanidad está expuesta digitalmente. Y mientras no se aborden esas fallas de criterio, ninguna aplicación, por más cifrada que esté, puede protegernos de los errores más comunes: la sensación de falsa confianza, el descuido que eso conlleva y la inevitable idea de pensar que a nosotros no nos va a pasar nada. Lo que mal empieza, mal acaba…