Donald Trump está literalmente bulleando a Canadá. Es perceptible que detesta a su primer ministro, Justin Trudeau. Poner a su vecino del norte en el mismo saco que a México, en cuanto a cruce de migrantes y fentanilo, e insistir que para que se acaben los roces bilaterales lo mejor es que se adhiera a Estados Unidos como el estado 51, es hacer escarnio de un vecino ejemplar.
Canadá es la puerta de entrada, únicamente, del 1 por ciento del fentanilo que se consume en Estados Unidos y su migración ilegal por esa frontera no tiene que ver nada con la de nuestra frontera común.
¿Qué busca Trump? Lastimar a su vecino. Sabe débil a su primer ministro y se ensaña con él y con el país entero. Las consecuencias en cuanto a la imagen de Estados Unidos le importan un bledo. Es un bully y se mete con quien puede y quiere.
La diplomacia canadiense hacia Estados Unidos durante el siglo XX y el presente es admirable: pragmática y realista. Siempre he pensado que nos llevan, por lo menos, una década de delantera.
Durante la Guerra Fría (1946-1989) se alinearon estratégicamente con Estados Unidos y sus Fuerzas Armadas generaron muchas convergencias. Destaca NORAD, comando de defensa para el espacio norteamericano, que literalmente vigila todo el frente norte del continente americano. Se adelantaron a negociar un tratado bilateral de libre comercio, que entró en vigor en 1988, para asegurar que la frontera norte de su vecino permaneciera abierta a sus exportaciones.
Pierre Eliot Trudeau, primer ministro de 1968 a 1979 y padre del actual, señalaba que Canadá vivía junto a un elefante y cuando el paquidermo se movía, causaba revuelo en el vecino del norte.
Para evitar las sacudidas, Ottawa siempre ha mantenido una impecable representación diplomática en Washington y a través de 12 consulados.
En 1989, poco después de que iniciaron las negociaciones del Tratado de Libre Comercio (TLCAN), decidieron edificar una embajada que simboliza la importancia que Canadá le confiere a estar presente en las decisiones de Washington. Justo frente al Capitolio, la catedral de la democracia, erigieron un bello edificio, con una maravillosa escultura de los aborígenes de América del Norte en su patio central.
Por décadas ha habido un consenso firme entre sus dos partidos políticos, liberal y conservador, de aprovechar la vecindad con la gran potencia, pero conservando un capitalismo con rostro humano, salud universal y política de inclusión a las minorías.
Trump 2.0 los toma mal parados, políticamente hablando. Trudeau ya acabó su ciclo de nueve años en el poder y, en la lucha por sucederlo, el partido conservador se ha movido hacia el trumpismo. Por su parte, el partido liberal está sobrerreaccionando.
El premier de la provincia más importante y sede de la industria automotriz, Doug Ford, de Ontario, está en plena campaña política contestando con énfasis nacionalista todas las bravuconadas de Trump. Chrystia Freeland, exviceprimera ministra y quien negociara el T-MEC, que aspira a suceder a Trudeau como líder liberal, está en lo mismo.
La lección para México y para la presidenta Claudia Sheinbaum es que Trump no es confiable y que debemos evitar que nos descoloque adoptando políticas reactivas y nacionalistas.
No debemos creer que tenemos la llave de saber negociar con Trump. La presidenta ha mostrado cabeza fría y mano firme. Esto es encomiable, pero no suficiente para domar a un Trump transformado en César, con prácticamente nulas ataduras de su Congreso y sus cortes.
Trump no es confiable. Es un político mercurial y caprichoso que sí puede infligirnos daño, aunque esto tenga efectos perniciosos para su propio país.