Mientras la retórica oficial insiste en que México va en camino de convertirse en una especie de Dinamarca latinoamericana, los hechos dibujan una silueta cada vez más parecida a la de Venezuela. Suena duro, incluso exagerado. Pero en política, los parecidos no se miden solo por destino, sino por rumbo y dirección.
No estamos ante hiperinflación, ni desabasto, ni represión abierta. Pero sí frente a una concentración creciente del poder, debilitamiento institucional, culto a la unanimidad y descalificación sistemática al disenso. Ese es el primer tramo de una ruta que otros países ya recorrieron, con consecuencias conocidas.
A simple vista, el modelo danés y el de Morena comparten una narrativa: el Estado debe proteger a los vulnerables y garantizar derechos que el mercado no puede asegurar. Pero la semejanza termina ahí.
En Dinamarca, esa justicia social se construye con instituciones autónomas, transparencia radical, cultura del consenso y ambiente sano para los negocios. Lo que da lugar a una verdadera y sostenible prosperidad compartida. Mientras tanto, en México, se impulsa con centralización política, uso electoral de programas sociales y una comunicación que alimenta la polarización. El destino dibujado podría coincidir, pero los métodos no.
En este contexto, la advertencia de Ernesto Zedillo —quien habló de la “muerte” de la democracia mexicana— no es un arrebato nostálgico, sino una alerta fundamentada. El llamado “Plan C”, ya aprobado por el Congreso, incluye reformas profundas: debilitamiento del INE, eliminación de organismos autónomos, captura del Poder Judicial mediante el nombramiento de perfiles sin experiencia, y algunos incluso con vínculos cuestionables.
A todo esto se suma la amenaza de una nueva Ley de Telecomunicaciones que ampliaría el control del Ejecutivo sobre medios y plataformas digitales. No sería la democracia la que avanza: sería el aparato de poder el que crece.
¿Exageración? Vale recordar cómo se debilitó la democracia venezolana: no con un solo golpe, sino con una cadena de transformaciones que diluyeron contrapesos, desdibujaron los límites entre partido y Estado y asfixiaron gradualmente a la oposición. México aún no está ahí, pero ha empezado a transitar esa lógica. La diferencia, como dijo alguien, es de edad, no de especie.
Y no es solo hacia adentro. También hacia fuera, México ha optado por un silencio diplomático que normaliza el autoritarismo con Cuba, Nicaragua, incluso con Rusia. El caso de Venezuela es elocuente. María Corina Machado, líder de la oposición, fue inhabilitada arbitrariamente por el régimen de Nicolás Maduro. Aun así, el candidato que la representa, Edmundo González, logró movilizar a millones de venezolanos y ganar las elecciones. Frente a ese grotesco fraude electoral, el gobierno mexicano no condenó la represión ni defendió el derecho del pueblo venezolano a elegir libremente. Se escudó, una vez más, en la “no intervención” (que se usa caso por caso y a conveniencia, o sea lo contrario a un principio).
Ante el atropello de los derechos democráticos, la neutralidad es complicidad. El respeto a la voluntad popular es el principio mínimo de cualquier democracia. Quien calla ante su violación, lo permite.
Mientras tanto, el aparato oficial descalifica toda crítica interna. La respuesta del gobierno a Zedillo no fue un contraargumento, sino una descalificación: “no está del lado correcto de la historia”. Así no se discuten ideas, se reparten etiquetas. Conservador, traidor, fifí, nostálgico del pasado. Quien cuestiona, estorba. Quien matiza, traiciona. En vez de diálogo, linchamiento discursivo.
¿Es esto Dinamarca? Difícilmente. Allá, el gobierno convive con una prensa crítica, una justicia independiente y una ciudadanía respetada y tratada como adulta. Aquí, las reglas se ajustan para blindar un proyecto que no tolera contrapesos ni caminos alternos.
La deriva autoritaria no comienza con censura ni cárcel. Comienza con reformas legales que concentran funciones, con la captura de órganos independientes, con discursos que dividen y justifican.
México no es Venezuela. Pero ha comenzado a parecerse en lo que más importa: el modo de ejercer y legitimar el poder. La idea de que gobernar para el pueblo exime de límites, que quien critica quiere detener el progreso, que el líder encarna una voluntad superior, no es nueva. Ya la hemos visto. Ya sabemos cómo termina.
La diferencia estará en lo que haga la ciudadanía. Si queremos acercarnos a Dinamarca, no basta con desearlo. Hay que exigirlo.
Reclamar resultados, pedir rendición de cuentas, participar, informarse más allá de las voces oficiales, defender la autonomía de las instituciones, rechazar la concentración y abuso del poder, venga de donde venga.
La ruta danesa no es una utopía, pero sí una responsabilidad compartida. No requiere héroes ni mártires, sino una marea de ciudadanos activos, dispuestos a no dejar que se imponga la voluntad del poderoso en turno. Aún estamos a tiempo de recorrer un camino distinto.