La palabra “corrupción” se ha vuelto parte del discurso cotidiano en México. Se repite tanto que parece haber perdido su peso real. La escuchamos en cada escándalo político, en cada promesa de campaña, en cada discurso de quienes se llaman a sí mismos protectores de la moral pública. Durante los últimos años, ha sido el eje o columna de un gobierno que ha resultado tan corrupto como aquellos a los que prometió combatir.
Sin embargo, más allá de la política y de los actos de quienes nos gobiernan, es necesario preguntarnos qué significa realmente la corrupción y de dónde surge su origen.
El término proviene del latín corrompere, que significa podrido, putrefacción. No es solo una palabra con significado negativo, sino un concepto que se traduce en una degradación interna, a algo que se echa a perder desde adentro, hasta volverse irreconocible. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo en nuestra sociedad. Nos estamos pudriendo desde dentro.
En México, la corrupción ha sido un mal constante, especialmente en el gobierno y el sector público. Pero ya se ha hablado demasiado de ello. Se han escrito libros, columnas, discursos y denuncias interminables en contra del tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito, operaciones con recursos de procedencia ilícita, ejercicio ilícito del servicio público y delitos electorales, entre otros.
El problema es que nos hemos acostumbrado a ver la corrupción como un mal exclusivo del poder. Como si fuera un virus que solo afecta a los políticos y a las instituciones, como si nosotros, los gobernados, no tuviéramos nada que ver con esta podredumbre. Por eso, en este momento, es hora de hablar de la corrupción de la sociedad misma, porque el problema no es solo el sistema, sino cada uno de nosotros.
La corrupción está en la calle, en los centros de trabajo, en las escuelas y en los hogares. Es el “favor” para saltarse la fila. Es el regalo al maestro para obtener una buena calificación. Es la “mordida” al policía para evitar una multa. Es el empresario que defrauda al fisco. Es la persona que miente en una declaración rendida ante una autoridad. Es el comerciante que adultera sus productos o vende mercancías piratas o subvaluadas. Es la indiferencia ante lo que sabemos que está mal.
Lo más grave es que la corrupción no es solo un acto, sino una mentalidad. Y cuando una sociedad adopta una mentalidad corrupta, la descomposición se extiende a todos los niveles. Por eso se han perdido los valores.
Hoy, vemos jóvenes que no entienden la diferencia entre el bien y el mal. Jóvenes que creen que pueden golpear hasta casi matar a una mujer en plena calle por un conflicto vial. Jóvenes que se sienten con la autoridad de entrar a una casa y acuchillar a otra chica por celos del novio y conflictos banales. ¿Qué está pasando con nuestra sociedad?
Esos jóvenes podridos, corruptos, no nacieron así. Son el reflejo de hogares sin valores, de familias que han abandonado su responsabilidad de educar con principios, de un sistema que ha normalizado la violencia, el abuso y la impunidad. Nos indignamos con sus actos, pero no nos preguntamos qué falló en su formación, qué les enseñamos, qué ejemplo les dimos.
Por eso la solución no está en un cambio de gobierno ni en nuevas leyes que no se aplican ni se respetan. La solución está en regresar a la conciencia, en recuperar el valor de la familia, en formar ciudadanos con principios. Es momento de entender que México no cambiará con un decreto presidencial o una reforma, ni con un nuevo Poder Judicial, sino con un cambio profundo en la sociedad.
Esto solo se logra con valores. Con estudio, mucho estudio. Con amor a la patria. Con respeto al prójimo. Con honestidad y lealtad, no solo hacia los demás, sino hacia nosotros mismos. Con indignación ante la injusticia. Con solidaridad real. Y sí, con coraje y determinación. Para cambiar a México se necesitan “huevos”. Se necesita valentía para romper con la corrupción desde lo más pequeño hasta lo más grande. Se necesita trabajo constante, compromiso y la voluntad de exigir y actuar, no solo con palabras, sino con hechos.
El destino de este país no lo decidirán los políticos, sino la sociedad. Sí se puede. Estamos a tiempo.