En diciembre, la petrolera nacional de México (Pemex) extrajo 1.35 millones de barriles por día de sus yacimientos, una caída del 13 por ciento en comparación con el año anterior y la producción mensual más baja desde noviembre de 1978.
Incluso si se suman la producción de condensados y las participaciones en sociedades, los resultados llevan a la misma conclusión: se trata de una empresa en crisis que está lejos de haber sido salvada, a pesar de las afirmaciones del expresidente Andrés Manuel López Obrador, o AMLO, quien se jactó repetidamente de cómo su gobierno había “rescatado” a Pemex.
Mientras su sucesora, Claudia Sheinbaum, termina de detallar su estrategia energética, la tentación de continuar con un enfoque blando es comprensible: el gobierno izquierdista de AMLO ha establecido límites políticos claros para la empresa, incluida la necesidad de limitar los aumentos de precios de los combustibles, ser parte de los esfuerzos de bienestar de México y seguir siendo totalmente estatal. El nacionalismo energético fue uno de los pilares de la administración saliente; cambiar drásticamente ese mandato impondría a Sheinbaum altos costos políticos que no está dispuesta a pagar.
Sin embargo, desafortunadamente para Petróleos Mexicanos, como se le conoce formalmente a Pemex, los ajustes incrementales y las mejoras de gestión no serán suficientes. Si México quiere arreglar a su campeón nacional de una vez por todas, necesita hacer cambios drásticos. Por nombrar algunos: desinversiones de activos, cierres de refinerías, dar más espacio a las empresas privadas en la exploración petrolera, reducir la plantilla y hacer que el gobierno federal absorba una parte significativa de su deuda de casi 100 mil millones de dólares.
Esto puede parecer políticamente imposible ahora, pero consideremos la alternativa: lanzar miles de millones tras miles de millones que México no tiene bajo la ilusión de que los cambios cosméticos arreglarán las cosas mágicamente.
AMLO gastó aproximadamente 80 mil millones de dólares en apoyar a Pemex durante sus seis años en el poder mediante exenciones fiscales e inyecciones de capital, y sin embargo, la empresa no ha salido del hoyo. ¿Qué mejor prueba se necesita de que Pemex necesita desesperadamente una nueva estrategia audaz?
Para ser justos, la llegada de Sheinbaum en octubre ha traído algo de aire fresco y un equipo más competente encabezado por la secretaria de Energía, Luz Elena González, y el director ejecutivo de Pemex, Víctor Rodríguez. Son operadores serios que conocen bien la industria, incluso si son parte del marco nacionalista del partido gobernante Morena.
Observadores cercanos de Pemex me han contado sobre sus esfuerzos por racionalizar las operaciones y solucionar los muchos problemas que dejó la administración de AMLO, incluyendo un estimado de 20 mil millones de dólares en facturas impagas a proveedores.
Pero los desafíos y las distorsiones son enormes: en 2023, Pemex tenía 128 mil 616 empleados en total, incluidas sus empresas subsidiarias, aproximadamente un 7 por ciento más que el año anterior y la plantilla más grande desde 2016. En comparación, la brasileña Petróleo Brasileiro SA —Petrobras— reportó menos de 47 mil empleados en total.
Las siete refinerías de la empresa mexicana en el país procesaron 905 mil 600 barriles de petróleo crudo por día en 2024, la mayor cantidad desde 2016, pero utilizando menos de la mitad de su capacidad. La tasa de utilización anual de las refinerías de Petrobras fue ligeramente superior al 93 por ciento el año pasado. Se pueden seguir haciendo comparaciones, pero los beneficios que tiene el modelo mixto de Petrobras sobre Pemex, totalmente controlado por el Estado, son abrumadores.
Entre las nuevas propuestas del gobierno, la compañía buscará empresas conjuntas con empresas privadas de energía para ayudar en la extracción de petróleo y la producción de energía limpia, petroquímica y fertilizantes. Este paso positivo es probablemente lo más lejos que Sheinbaum puede llegar políticamente ahora sin generar resistencia dentro de Morena.
Pero, ¿qué tan interesadas estarán las compañías petroleras privadas en asociarse con Pemex cuando el Estado mantiene la ventaja en los contratos y la compañía tiene problemas para pagar a sus proveedores? Si a eso le sumamos la eliminación de los reguladores autónomos, que dejará las decisiones técnicas más vulnerables a la política, es poco probable que México enfrente una repentina oleada de interés de los inversores.
“No está claro qué tan atractivo sería esto”, dice Oscar Ocampo, coordinador de energía y medio ambiente de IMCO, un grupo de expertos con sede en Ciudad de México. “Las operaciones de cesión de derechos pueden ser políticamente factibles, pero no resuelven el gran problema de Pemex”.
Para impulsar la producción y estabilizar su situación financiera, la industria petrolera exige enormes inversiones y tiempo para desarrollar proyectos, dos cosas que Pemex no tiene. Mientras tanto, la bomba de la deuda sigue funcionando: Pemex enfrenta casi 30 mil millones de dólares en pagos de bonos entre 2025 y 2027, incluso mientras sigue perdiendo dinero. Y eso sin considerar el impacto potencial de los aranceles del 25 por ciento a las exportaciones de crudo a Estados Unidos, como amenazó el presidente Donald Trump.
“Las métricas operativas de la compañía continúan deteriorándose, lo que podría requerir un mayor apoyo del gobierno”, escribió Alejandra Andrade, analista de crédito de JPMorgan Chase, en una nota de investigación la semana pasada, rebajando su recomendación sobre los bonos del productor a neutral. “Reconocemos el respaldo del gobierno a Pemex, pero también reconocemos el empeoramiento de la situación y la falta de una respuesta tangible”.
Es por eso que el momento de los analgésicos ha terminado. Pemex necesita una cirugía mayor para dejar de ser una amenaza para el futuro de México. La idea de que el gobierno federal absorba parte de su deuda es controvertida: puede terminar contaminando las cuentas fiscales del país y desencadenar nuevas rebajas en sus calificaciones de deuda soberana. Pero es el camino a seguir si –y sólo si– el gobierno finalmente está dispuesto a pagar los costos políticos de una postura más agresiva.
Las horribles cifras de producción de Pemex aún ofrecen un rayo de esperanza: le dan a Sheinbaum evidencia concreta de que la situación de la empresa es crítica. ¿Convertirá la presidenta estos resultados perjudiciales en una oportunidad política para hacer algo drástico? Una respuesta positiva sería tan grande como la deuda de Pemex.