América Latina está en deuda con Gustavo Petro.
El desastroso intento del presidente colombiano de enfrentarse al presidente estadounidense Donald Trump por la deportación de sus ciudadanos proporcionó una lección involuntaria, pero oportuna, a otros líderes regionales: a Trump no se le puede ganar con diatribas en las redes sociales.
A estas alturas eso debería ser de sentido común en todos los rincones diplomáticos del mundo, pero Petro decidió probar suerte con una serie de polémicas publicaciones en X en la madrugada del domingo. Aparecer como el rostro del antiamericanismo global puede haber alimentado el enorme ego del líder de izquierda, pero a costa de una derrota monumental para su gobierno, que tuvo que capitular ante la Casa Blanca para evitar los perjudiciales aranceles de Trump.
Primera lección para todos los gobiernos latinoamericanos bajo Trump 2.0: mantengan la calma, utilicen los canales diplomáticos para elaborar una respuesta estratégica, busquen aliados en Washington, incluso en la comunidad empresarial, y no reaccionen de forma impulsiva a las provocaciones. En los últimos días, tanto la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, como su homólogo panameño, José Raúl Mulino, consiguieron dar respuestas firmes a los ataques de Trump sin agravar sus conflictos.
La región se enfrenta a una nueva realidad y necesita adaptarse rápidamente, especialmente en vísperas de la visita del recién nombrado secretario de Estado de EE.UU., Marco Rubio. Mientras que todos, desde Dinamarca hasta Taiwán, parecen estar en el mismo barco en lo que respecta a los aranceles y a las ambiciones expansionistas de esta nueva administración, América Latina se encuentra en el camino inmediato de la tormenta debido al enfoque de Trump de frenar la ola migratoria y sellar la frontera. Como dejó claro Rubio en un documento 22 de enero: “Nuestras relaciones diplomáticas con otros países, particularmente en el hemisferio occidental, darán prioridad a asegurar las fronteras de Estados Unidos, detener la migración ilegal y desestabilizadora, y negociar la repatriación de inmigrantes ilegales”. No pasó desapercibido que la breve nota no se refiriera a la democracia, el comercio, las inversiones o los derechos humanos, pilares de la política exterior estadounidense en las últimas décadas.
Cuando Rubio comience su primera gira como máximo diplomático del país a finales de esta semana —visitando Guatemala, El Salvador, Costa Rica y República Dominicana, además de Panamá— es probable que lleve la misma advertencia que Trump lanzó a Colombia el fin de semana pasado. Congelar casi toda la ayuda exterior es solo otro punto del plan maestro, que puede aspirar a restablecer una versión moderna de la Doctrina Monroe de 1823, en la que EE.UU. afirmó su hegemonía sobre el hemisferio. Quizá usted se pregunte hasta qué punto el exsenador por Florida, que hizo carrera de sus bien engrasadas relaciones en la región, cree en esta visión imperialista más allá de la comprensible deferencia hacia su jefe. Pero la conclusión es que el futuro parece aún más incierto de lo habitual para América Latina con una Casa Blanca a la que le gusta jugar a un juego de reglas impredecibles.
Y eso nos lleva a la segunda lección: EE.UU., que había descuidado a América Latina durante décadas, ha dejado de ser un socio fiable. Si incluso Panamá, históricamente uno de los países más proestadounidenses, se enfrenta a la ira de Trump por un oscuro resentimiento que estuvo completamente ausente durante la campaña electoral, ¿qué les queda al resto? No hay que olvidar los ataques de Trump el año pasado contra Nayib Bukele, de El Salvador, supuestamente su compañero ideológico. “Hay muchas razones por las que Trump debería apreciar a América Latina. Pero cambiar su mentalidad va a ser difícil”, me dijo Michael Shifter, miembro sénior del Diálogo Interamericano.
América Latina debería seguir cooperando con Washington porque ese es el mejor camino para ambas partes, pero la coacción no suele ser la forma más constructiva de que los países sigan el liderazgo de nadie en política internacional. Los aranceles perjudicarían innecesariamente a una región en la que, con la importante excepción de México, la mayoría de las principales economías mantienen déficits comerciales con EE.UU. Por lo tanto, si un país termina en el lado equivocado de las políticas de Trump, los líderes deberían mantener atentos a sus funcionarios de comercio y no dudar en considerar medidas de represalia.
Sin duda, Estados Unidos tiene derecho a hacer cumplir sus leyes migratorias y deportar a quienes las rompan. La región no debería actuar como un oportunista que permite la fuga de cerebros al tiempo que se beneficia cínicamente de miles de millones en remesas enviadas por sus trabajadores ilegales en el extranjero. Pero hay algo fundamentalmente erróneo en utilizar a los migrantes como chivos expiatorios para ganar puntos políticos baratos en casa; los informes de “trato degradante” en los vuelos de deportación brasileños probablemente reaviven viejos resentimientos. Las acciones de Petro pueden haber sido irresponsables, pero aprovechan un sentimiento antiamericano persistente.
Es un error táctico por parte de EE.UU. en un momento en el que el país todavía goza de una percepción externa en términos ampliamente favorables. Pero claramente eso no preocupa a Trump: donde el resto del mundo ve un país que se ha beneficiado de los acuerdos financieros de la posguerra que ayudó a diseñar, él ve una conspiración global para aprovecharse de EE.UU.
Lo que nos lleva a nuestra tercera lección: la región debe superar sus diferencias ideológicas internas y comprender que esta nueva infraestructura en rápida evolución que propone EE.UU. —basada en la intimidación y las necesidades transaccionales en lugar de en valores y objetivos compartidos— exige un enfoque común. Buscar nuevas alianzas geopolíticas y socios comerciales sería una obvia réplica: no es casualidad que los acuerdos comerciales entre la Unión Europea y Mercosur y entre la UE y México se cerraran tras la victoria de Trump, mientras que China ya se saborea la posibilidad de ampliar su creciente influencia. Es con diplomacia estratégica, no con arrebatos en las redes sociales, como América Latina encontrará un camino ganador en medio de la creciente competencia de las grandes potencias.
Algunos esperan que países más alineados ideológicamente como Argentina puedan beneficiarse de la administración Trump, que sin duda también tiene muchos seguidores en la región. Tengo mis dudas. Cuando se le preguntó recientemente sobre la relación con América Latina, Trump externó sus pensamientos: “No los necesitamos. Ellos nos necesitan. Todo el mundo nos necesita”.
Esa hipérbole descuida todo el trabajo crucial que se puede hacer juntos, desde la lucha contra el crimen organizado hasta un frente común contra las actividades maliciosas de los rivales de EE.UU. o el desarrollo de minerales críticos. Y, por supuesto, también la contención de la migración. Depende de América Latina demostrar que Trump está equivocado.