El 13 de marzo pasado se publicó en el Diario Oficial de la Federación un Decreto mediante el cual se efectuó una de las mayores reformas que ha atravesado la Ley de Amparo desde el 2013, año en que fue expedida; una reforma que tiene más incidencias cuantitativas que cualitativas. Un punto importante vino a consolidarse en sintonía con las reformas a la Constitución: el efecto relativo de las sentencias que pronuncian los tribunales de la Federación con motivo del juicio mismo, efecto por virtud del cual los beneficios que emanen de ellas solamente pueden alcanzar a la persona que lo hubiera promovido y jamás a ninguna otra.
Para entender la trascendencia de lo anterior, resulta necesario advertir que dicha fórmula existió desde la fecha misma en que el juicio de amparo fue concebido, hace ya casi tres siglos. La relatividad de las sentencias siempre fue una garantía de equilibrio en el quehacer del Poder Judicial frente a sus pares, al impedírsele por la vía de sus sentencias sustituirse en la deliberación política que sólo corresponde soberanamente al Poder Legislativo. Para que el juicio de amparo para la defensa de nuestros derechos humanos y garantías funcione, resulta imperativo que el balance en la división de poderes se mantenga y, consecuentemente, los jueces no se superpongan a los legisladores. Mariano Otero, quien intervino en su configuración normativa, concibió la fórmula de la relatividad de la sentencia como garantía para que eso pudiera conservarse: las sentencias sólo pueden beneficiar a quienes promuevan el juicio y los jueces deben abstenerse de expedir resoluciones que declaren la inconstitucionalidad de leyes con efectos generales.
La subsistencia de la fórmula ha sido un factor muy trascendente para el éxito del juicio, pues no sólo preserva la división de poderes que hemos mencionado, sino también la independencia misma de los tribunales: el hecho de que un juez pueda pronunciarse sobre la constitucionalidad de una ley y dictar una sentencia para beneficio de un individuo se trastoca cuando la declaratoria de inconstitucionalidad puede trascender al entorno nacional y afectar al desarrollo del país. Una consecuencia de tal naturaleza obligaría a los jueces a ponderar de distinta manera una aplicación pura del derecho constitucional.
El hecho es que corrientes “progresistas” del derecho constitucional pugnaron por una reforma a la Ley de Amparo que viera por un efecto más garantista de la intervención judicial. En el 2013, la nueva normatividad incorporó a la ley lo que se llama la tutela del interés legítimo colectivo, que a lo largo de su vida facilitó que los tribunales de la Federación y la Suprema Corte de Justicia dictaran sentencias de protección federal con efectos generales, es decir, efectos que socavaron la fórmula de la relatividad de las sentencias de Mariano Otero.
Desde luego que esa “progresión” del amparo produjo ese desgaste indebido en la relación política necesariamente existente entre el Poder Judicial y los otros dos, el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo. El resultado ya lo vimos y somos partícipes de él: se reformó la Constitución para terminar con el Poder Judicial Federal y someter su integración a la votación de la ciudadanía.
Inconforme con esa solución, el partido en el poder ha impulsado y aprobado esta nueva reforma que recupera la fórmula de la relatividad de las sentencias y, con ello, el equilibrio que jamás debió perderse entre los poderes de la Unión y los entonces constitucionales autónomos, algunos de ellos todavía supervivientes.
Desde una perspectiva conservadora, podríamos decir que la regresión de la Ley de Amparo al estado en que se encontraba hasta antes del 2013 (quizá hasta antes del 2011 en que se gestó y promulgó la reforma constitucional de la cual dependió) es un acierto, pues recupera la arquitectura original y principios fundamentales alrededor de los cuales nuestro Juicio de Amparo logró llegar a su propia cúspide.
Encontramos un problema, sin embargo. Las voces “progresistas” que persiguieron la modificación a la ley de amparo lo hicieron en función de la existencia de un problema real, que la propia ley reformada sí logró resolver: cómo evitar que la ciudadanía se someta a la observancia y cumplimiento de normas inconstitucionales, cuando así lo hubieran decidido ya los tribunales de la Federación.
La noción de que cualquier asociación de la sociedad civil organizada se erija en la defensora de los derechos de la colectividad es chocante y peligrosa: hay muchas organizaciones corruptas que se dedicaron a lucrar con los derechos constitucionales que contempló la Ley de Amparo. No obstante, deviene incuestionable que alguien y de algún modo sí debería de tener la legitimación constitucional adecuada para poder plantear ante la Suprema Corte de Justicia una violación a los derechos humanos y garantías, con tal capacidad para lograr que ésta emita sentencias con efectos generales o, cuando menos, con efectos que obliguen a los otros dos poderes a enmendar cualquier violación en que incurran en su labor constitucional.
La reforma publicada el 13 de marzo pasado recupera el equilibrio de poderes, pero provoca de nuevo un vacío que ya se había llenado, aunque erróneamente. Quizá sería fabuloso que la Constitución y la Ley de Amparo ampliaran la procedencia de la tutela del interés legítimo colectivo y designaran a ciertos órganos políticos de procuración de justicia como sujetos facultados para promover el juicio, o, en su defecto, ampliaran los alcances del Juicio de Controversia Constitucional al que se refiere el artículo 105 constitucional, para que las minorías legislativas puedan velar, ante la Suprema Corte de Justicia, por ese mismo tipo de violaciones a los derechos humanos y las garantías.
La reforma a la Ley de Amparo, desde esta perspectiva particular a la que hemos querido referirnos, contempla, desde nuestro muy personal punto de vista, un acierto y un desacierto a la vez. Ojalá que pronto vengan nuevos procesos parlamentarios en los que se legisle integralmente para resolver el problema que subsiste en el fondo.