Hace algunos días, mientras asistía a una reunión social de trabajo, un colega me planteó un dilema que, sin duda, representa un reto ético frecuente en el mundo corporativo.
Imaginemos a un colaborador (en cualquier empresa) que recibe una oferta laboral atractiva, tanto en términos de puesto como de salario. Ante esta situación, decide comunicarlo a su empleador, quizás con la intención de provocar una contrapropuesta que le convenza de quedarse. Sin embargo, no ocurre nada. No hay respuesta, no hay movimiento.
Frente a esto, el colaborador toma la decisión de aceptar la nueva oferta. Firma el contrato y acuerda la fecha de inicio en su nuevo empleo. Con responsabilidad, informa a su actual empleador sobre su partida, pactando una fecha que es prudente y aceptada por ambas partes.
Entonces, sucede lo inesperado. Apenas unos días antes de dejar su puesto, su empleador actual aparece con una contrapropuesta tardía. Y no es cualquier oferta: es sustancialmente mejor que la que ya había aceptado con la nueva empresa, aquella con la cual ya empeñó su palabra y compromiso.
¿Qué debería hacer esta persona? ¿Seguir adelante con su decisión inicial y honrar su compromiso, o reconsiderar y aceptar la oferta de último momento, basada en términos que quizás ni siquiera se imaginaría rechazar en otra circunstancia?
En principio, esta debería ser una decisión fácil: respetar lo acordado. ¿Por qué? Porque las personas que somos colaboradores —es decir, empleados, subordinados, proletariado, o el término que más nos guste— contamos con un “capital” esencial y único para generar valor: mano de obra, conocimientos y confianza.
La mano de obra implica el esfuerzo físico e intelectual; los conocimientos, que son relativamente sencillos de medir, trazar y evaluar, abarcan la experiencia y habilidades adquiridas a lo largo del tiempo. Finalmente, está la confianza, que refleja la fiabilidad, ética y reputación del trabajador.
La confianza incluye el compromiso de cumplir con las promesas y responsabilidades asumidas, y especialmente de mantener la palabra dada. Esto último es esencial, porque refleja la integridad y credibilidad del colaborador: elementos clave para construir relaciones profesionales sólidas y duraderas.
Así que, desde una perspectiva ética, hay un principio fundamental en juego: la palabra dada. Si el colaborador ya aceptó una oferta, firmó contrato y comprometió su ingreso, dar marcha atrás podría percibirse como una falta de integridad o compromiso. Más allá de que legalmente no haya repercusiones, desde una ética personal, cumplir lo acordado suele ser lo correcto.
Aunque, por otro lado, también existe una obligación ética hacia uno mismo: buscar el mayor bienestar, crecimiento y estabilidad posibles, tanto individualmente como para nuestras familias. Si la nueva contraoferta representa una oportunidad significativamente superior, y si al empleado le parece injusto que se le haya ofrecido tan tarde, ¿tendría también el derecho ético de reconsiderar?
Como hemos abordado en otras ocasiones, éticamente las decisiones no son en blanco o negro. Pero, ¿qué implica profesionalmente?
Honrar el acuerdo firmado con la nueva empresa mantiene una reputación profesional limpia. La persona será vista como alguien que cumple lo pactado, más allá del interés económico de corto plazo, y eso puede abrirle puertas a futuro.
Romper el acuerdo, aunque legalmente sea posible, puede dañar la marca personal del colaborador. Y en un mundo laboral relativamente pequeño, como el nuestro en Nuevo León, probablemente no sea la mejor decisión dejar una impresión negativa en el sector.
Desde luego, también hay una implicación ética importante por parte de la empresa que decide hacer una retención tardía. Personalmente, soy un convencido de que, casi en ningún caso, una empresa debería contraofertar. Sin embargo, esto tampoco es blanco o negro.
Cuando un colaborador toma la decisión de cambiar de empresa, es porque ha considerado diversos factores. Aceptar una propuesta que implica un cambio de empleador debería significar que, en teoría, se ha ponderado que el nuevo empleo ofrece mejores condiciones: mayor ingreso, una ética y valores compatibles, satisfacción laboral, buen ambiente y oportunidades de crecimiento. Si la mejora se da en uno o dos elementos, ¿para qué cambiarse?
Desde una perspectiva organizacional, cuando un empleado decide aceptar una oferta externa, la empresa no debería estar en posición de ofrecer nada. Asumamos que todo colaborador recibe ya el máximo posible de ingreso, oportunidades, satisfacción, ambiente y ética que la organización puede brindarle. De no ser así, ¿se tenía a la persona subremunerada? ¿Se le impedía desarrollarse profesionalmente?
Si la respuesta a cualquiera de estas preguntas es afirmativa, la organización evidencia una falta de ética y de equidad: ¿por qué no se ofrecieron esas condiciones antes? Si la persona lo valía, ¿por qué esperaron hasta que amenazó con irse para reconocerlo?
Y todo lo anterior sin considerar el aspecto cualitativo. Más allá del sesgo de evidencia anecdótica —donde se da más peso a las experiencias personales que a los datos—, basta mencionar que, según las estadísticas, el 80 % de quienes aceptan una contraoferta abandonan su actual empleador en un plazo de seis meses. Nueve de cada diez lo hacen en menos de un año (Adecco).
Mi conclusión personal es que, desde la perspectiva del líder, contraofertar casi nunca es positivo. Y aceptar una contraoferta, por parte del empleado, tampoco.
Me queda claro que, en términos generales, esto no es blanco y negro, y que cada situación es distinta. Pero debemos tener claro que, en este tipo de prácticas, nadie suele ganar, y la relación entre empleado, empleador y pares queda lastimada.
Epílogo.— Por cierto, en aquel encuentro social, la conversación se desvió hacia otros temas y no se llegó a ninguna conclusión sobre la decisión que debía tomar el colaborador frente a la contrapropuesta que recibió. Habrá que programar otra reunión… Y sí, la frase que da título a esta columna pertenece al actor y humorista estadounidense Groucho Marx.
El autor es Doctor en Filosofía, fundador de Human Leader, Socio-Director de Think Talent, y Profesor de Cátedra del ITESM.
Contacto: rogelio.segovia@thinktalent.mx