El campo de leva, adiestramiento y exterminio montado por el Cártel Jalisco Nueva Generación en esa entidad occidental expone no sólo el terror y la barbarie criminal, sino también la indolencia, negligencia y eventual complicidad política. Justo, la alianza que acusa en México el gobierno estadounidense, tentado por la idea de intervenir unilateral y directamente para reventar esa liga.
Por múltiples motivos lo ahora sabido provoca rabia y tristeza, pero sobre todo pone de relieve la compleja tarea que gobiernos y partidos –así, en plural– están obligados a emprender: separar política y delito. Sólo así se reivindicará al Estado dentro y fuera.
No se puede defender la soberanía, si no se rescata, ahí, donde se ha perdido.
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¿Cuáles son esos motivos que despiertan la ira? Son muchos.
El Cártel Jalisco Nueva Generación más de una vez ha agraviado al Estado y el gobierno no ha sido capaz de reivindicarlo. Ese grupo criminal ha secuestrado a militares de distinto rango, asesinado a otros, ejecutado funcionarios e, incluso, derribó un helicóptero Cougar del Ejército, provocando la muerte a nueve de los tripulantes. Más aún, en un acto temerario, hace cinco años atentó contra el hoy secretario de Seguridad federal, Omar García Harfuch, cuando aseguraba la capital de la República. Estuvo en un tris de perder la vida, fortuna que no tuvieron dos de sus compañeros y una mujer que se encontraba en el lugar. Pese a ello, el gobierno no pudo o quiso marcarle el alto a ese cártel e ir por su líder, Nemesio Oceguera.
Hoy, bajo presión interna y externa y dando muestra de capacidad e inteligencia para aprehender a criminales de talla, se esperaría una respuesta oficial contundente en contra de ese cártel.
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El anuncio de la disminución en 15 por ciento de los homicidios, el mismo día en que se aborda el macabro descubrimiento en el rancho Izaguirre genera grima.
Cómo presumir un avance de la paz con justicia, cuando ya no hay rigor para llevar la cifra de los desaparecidos y se aflojó el paso en el empeño del entonces subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, y la titular de la Comisión Nacional de Búsqueda, Karla Quintana, para atender a los familiares de las víctimas y ordenar, estructurar, sistematizar la localización de los desaparecidos.
Si el crimen extermina a las víctimas y la política sólo contabiliza los homicidios, ¿dónde quedan los desaparecidos? ¿Es un recurso para bajar el número de asesinatos y rendir cuentas no muy negras? ¿Cómo?
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La autoridad federal, estatal y municipal sabía de lo sucedido en el rancho Izaguirre, pero fue hasta que el colectivo “Guerreros de Jalisco” puso el dedo en la evidencia que aquella se inquietó, sin conmoverse mucho. Tan tenía conocimiento que, en septiembre del año pasado, intervino esa propiedad rural sin encontrar lo que, con sólo abrir las puertas, se descubrió.
Eso no es todo, al menos, desde 2015 se tenía registro del proceder del crimen en Teuchitlán, el municipio donde se ubica aquel rancho. Lo peor, muchos de los funcionarios federales y estatales que ahora manifiestan asombro ocupaban el mismo puesto donde aún se desempeñan o uno distinto, pero relacionado con el tema.
Una cosa es deslindar responsabilidades, otra resbalarlas.
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El centro montado por el Cártel Jalisco Nueva Generación en ese predio no es el primero y, quizá, no sea el último. No son pocos los conocidos y, a saber, cuántos más hay. Vale recordar algunos.
En 2009 se supo de La Gallera en Tijuana, donde por años Santiago ‘El Pozolero’ Meza López cocinó en ácido a 300 personas, según estimaciones. En 2010, la matanza de 72 indocumentados en San Fernando, Tamaulipas, exhibió la barbarie de Los Zetas y, luego, en su libro sobre el tema, Marcela Turati documentó el imperio del crimen donde el Estado se borra. En 2014, la desaparición de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa reveló los modos de operar del crimen para salir de cuerpos del delito. En 2015, en el ejido Patrocinio de San Pedro de las Colonias, Coahuila, llevó a las buscadoras de personas desaparecidas no a contar los restos óseos hallados, sino a pesarlos. Luego, en 2019, por El Mante, Tamaulipas, lo mismo: un centro de exterminio, denunciado cinco años atrás. En 2021 y en ese mismo estado, La Bartolina que operaron por años Los Zetas… Y, ahora, en crisis por lo sucedido en Jalisco, el silencio del miedo impuesto por criminales y políticos calla lo hallado en Reynosa, de nuevo en Tamaulipas.
Tales centros, donde sólo sobreviven quienes forman filas en la delincuencia o escapan por azar, marcan la evolución del crimen. Pasaron del entierro clandestino al exterminio impune. En 2020 se reconocían oficialmente 559 fosas, número inferior a las 835 detectadas el año anterior. El crimen aprendió a borrar huellas sobre la tierra, pero no de la memoria de quienes no cejan en dar con el paradero de los suyos.
Ahí se explica la vigilia y el luto al que buscadores de personas desaparecidas convocan la tarde del sábado, repudiando la presencia de partidos.
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Ante el clamor interno y el reclamo externo, es la hora de separar política y delito si no se quiere complicar aún más la circunstancia.
Momento de dejar de utilizar la violencia criminal como ariete para golpear al adversario político; de abandonar la incompetencia de ver cuál partido o gobierno ha sido más negligente ante ella; de extirpar a los cuadros asociados a la delincuencia; y de reparar en el error de elegir a las personas juzgadoras, abriendo una ventana más de oportunidad al crimen que hasta candidatos tiene.
Separar política y delito es tocar nervios muy sensibles del poder, pero no hay de otra si, en verdad, se quiere reivindicar al Estado, gobernar sin amenazas y ejercer la soberanía.