María Fernanda Buergo Gómez
Abogada especializada en materia penal
Buergo Gómez Abogados, S.C.
Cientos de zapatos esparcidos, mochilas rotas, ropa calcinada y restos óseos entre tierra y cenizas. Todo eso es el rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco. Lo que emergió de este sitio fue la evidencia dolorosa de una deuda que, como sociedad y especialmente como Estado, tenemos con las familias de las personas desaparecidas: el derecho a la justicia, a la verdad y a la reparación del daño.
En marzo de 2025, la cifra de personas desaparecidas en México llegó a 124 mil 637, según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas. No se trata solo de estadísticas: son madres, hijos, hermanas, trabajadores, estudiantes.
La posibilidad de que el rancho Izaguirre haya funcionado como un sitio de exterminio vinculado al crimen organizado nos conmueve y nos obliga a reflexionar, pero también nos recuerda las limitaciones que enfrentan las instituciones encargadas de investigar y esclarecer hechos de esta naturaleza.
El término “campo de exterminio” no está tipificado en el marco legal mexicano. Su uso debe reservarse para cuando exista una investigación sólida que lo respalde. Sin embargo, existen figuras penales como el homicidio, la desaparición forzada, la inhumación clandestina y la vinculación con la delincuencia organizada para castigar a los responsables de casos como este.
Toda investigación parte de lo más esencial: preservar la escena, resguardar los indicios y realizar peritajes exhaustivos. Esa primera fase, muchas veces, es la que se omite o se realiza de manera deficiente.
Uno de los mayores desafíos en la investigación de crímenes de esta magnitud es la falta de procedimientos rigurosos y de personal especializado. En muchas ocasiones, los lugares donde posiblemente se cometieron delitos no son procesados de forma adecuada, se permite el acceso sin protocolos claros y se pierde información valiosa. Cada evidencia mal resguardada representa una posibilidad menos de saber la verdad y una carga emocional más para quienes buscan a sus seres queridos.
La falta de recursos también juega un papel determinante. Muchas veces, la razón por la que las investigaciones no avanzan es porque no se cuenta con presupuesto suficiente ni con las herramientas técnicas necesarias para llevarlas a cabo de forma profesional. La austeridad en materia de seguridad y justicia tiene consecuencias reales y dolorosas: investigaciones inconclusas, pruebas contaminadas, responsables impunes.
Garantizar el derecho a la verdad de las familias va más allá de los discursos. Requiere de una inversión sostenida en recursos, unidades especializadas con bases de datos confiables, capacitación, tecnología y coordinación efectiva entre fiscalías locales y federales. También exige voluntad política para actuar con sensibilidad y empatía. La reparación del daño debe entenderse de manera amplia. Implica conocer la verdad, garantizar que haya justicia, reconocer el dolor de las familias y trabajar para que estos hechos no se repitan. También significa acompañarlas durante el proceso, brindar atención psicológica, apoyo jurídico y asegurar que no tengan que cargar solas con la búsqueda ni con la memoria de sus seres queridos.
El caso de Teuchitlán, Jalisco, no debe quedar en el olvido ni ser reducido a fallas en el debido proceso. Es un llamado urgente a revisar nuestras leyes, nuestras prácticas y nuestras prioridades. Mientras no atendamos a las víctimas y su derecho a la verdad, seguiremos postergando la justicia. Y la justicia tardía, para quienes buscan a sus seres queridos, duele como una segunda desaparición.